jueves, 8 de junio de 2017

Juan 1:15-18 La gloria única del Verbo encarnado

Un prólogo sublime. El Verbo: Desde Su eternidad hasta Palestina
Juan 1:1-18
La gloria única del Verbo encarnado (v. 15-18)
Por Julio C. Benítez
Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín
Introducción:
Hemos llegado a la conclusión o parte final del prólogo escrito por Juan en Su evangelio. Hemos dicho que en esta introducción el apóstol adelanta los grandes temas que desarrollará en su evangelio a través de las señales y discursos de Jesús que presentará, y algunos hechos relacionados con su vida.
Juan nos mostró que este Jesús, de quien hablará en su Evangelio, aunque es un hombre en todo el sentido de la Palabra, es más que eso, él es Dios eterno hecho carne; y como tal, debe ser adorado y creído.
Juan nos reveló la gloria del Verbo como Hijo eterno con el Padre, como Creador, como fuente original de la vida, como la luz reveladora de la verdad que nos reconcilia con Dios. También nos acaba de mostrar la gloria del Verbo al vestirse de carne y de debilidad humana.
Pero, ahora, en los versos 15 al 18 Juan concluirá su hermoso canto introductorio remarcando algunos aspectos que hacen a Jesús único, único en su gloria, único en su persona, único en su plenitud, único en los recursos que trae. Escuchemos a Juan y aprendamos a adorar y confiar en el Jesús que nos revela la Biblia. Para una mejor comprensión de estos pasajes lo estructuraremos de la siguiente manera:
1. Gloria única en su persona. v. 15
2. Gloria única en su provisión. v. 16
3. Gloria única en sus recursos. v. 17
4. Gloria única en su revelación. v. 18

1. Gloria única en su persona. 15.Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Éste es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo”.
Era imposible ver a Jesús, el Verbo encarnado, aunque velando su gloria en cuerpo débil de carne, y no reconocer que él era grande, que no había ningún otro hombre como él. Ante su gloria moral única los hombres más santos inclinaban su rostro y caían en una profunda humillación. Ejemplo de ello es Juan el Bautista, este era el hombre, hablando espiritualmente, más grande de su tiempo; un verdadero profeta Antiguotestamentario, de quien el ángel dijo: “Porque será grande delante de Dios…. Y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre” (Lc. 1:15). Juan fue reconocido como profeta de Dios por la generación de su tiempo, miles de personas creían en su mensaje de arrepentimiento, incluso, su voz se escuchaba en el palacio del Rey, pues, el bautista denunciaba la perversión que se vivía dentro de la realeza. Fue un gran hombre, un gran profeta, en él se resumía la profecía del Antiguo Testamento; pero, a pesar de todos estos honores que se le pueden otorgar, cuando él se ve frente al Verbo encarnado, no le queda otra opción más que inclinar su rostro y reconocer, a gritos ante el pueblo (esto es lo que significa clamó), que éste es mucho e infinitamente más grande que él: “Éste es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo”.
Juan había nacido, por lo menos, seis meses antes que Cristo; su ministerio había empezado antes que el del Salvador; Juan era mayor que Cristo en edad; pero él decía a la gente algo que ellos no podían comprender: después de mí viene uno que antes de mí. Parece un acertijo, y realmente lo es, pues, he aquí un misterio que pocos han podido entender. Y esta revelación es lo que hace a Juan el profeta más grande que haya existido, pues, él recibió el conocimiento sobrenatural del Espíritu Santo sobre la preexistencia de Cristo y su eternidad con el Padre. A veces subestimamos el ministerio del Bautista, pero la Biblia nos deja ver que realmente este fue un gran profeta, con un mensaje evangélico que, incluso hoy día, muchos que se llaman cristianos no lo pueden comprender; él recibió revelaciones profundas de la persona y ministerio de Cristo, que los discípulos mismos, los cuales anduvieron con él durante tres años, no lo alcanzaron a entender sino hasta cuándo Él resucitó y ascendió a los cielos. Juan recibió la revelación de que Jesús, su pariente, aunque nació de María en el siglo I, era desde antes. Juan comprendió que, a pesar de toda la grandeza que él haya tenido, la santidad con que haya vivido, el poder de su predicación y los abundantes frutos de conversión; él no era más que un hombre; pero el Verbo encarnado es Dios viviendo entre los hombres.
Cuando Juan el Bautista se doblega ante Cristo y reconoce en Él la superioridad que sólo puede tener el Dios verdadero, es todo el Antiguo Testamento el que se doblega con él. En esto consistió el ministerio de Juan, exaltar a Cristo y presentarlo como el único medio de salvación y digno de adoración. Este es el ministerio de todo verdadero predicador, hablar de Cristo, seguir hablando de Cristo y no cesar de hablar de Cristo. El predicador no se centra en sí mismo, en sus logros, en sus bendiciones, en sus estudios, en sus capacidades o en cuánto lo quiere la gente; él solo quiere que todos pongan sus ojos en Cristo.
2. Gloria única en su provisión.Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (v. 16). Esta declaración es una de las más consoladoras que la Biblia tiene, pues, aquí, el Espíritu Santo revela a Su pueblo que “todos los que creemos en Jesús hemos recibido una abundante aportación de todo lo que nuestras almas necesitan del repleto almacén que reside en Él… Es de Cristo, y de Él solo, que recibimos lo necesario para todas nuestras necesidades espirituales”[1]. La palabra traducida como plenitud es pleroma, es decir, en Jesús se encuentra la suma total de lo que hay en Dios.
Jesús tiene una plenitud de todas las bendiciones espirituales que necesitamos. No hay una circunstancia que esté más allá de su capacidad para proveer. Juan nos mostrará esta verdad, incluso en cosas que no parecen espirituales, por ejemplo, cuando el vino faltó en las bodas de Caná, Jesús tenía la plenitud para proveer una abundancia de la máxima calidad del vino para la fiesta. Cuando él se encontró con la mujer adúltera, avergonzada por su pecado, Jesús suplió su necesidad produciendo en ella el nuevo nacimiento. El hombre que había sido inválido durante 38 años, encontró en él la salud de su cuerpo. Cuando una vasta multitud que lo escuchaba en el desierto tuvo hambre, él suplió su necesidad a través de cinco panes y dos peces. El hombre que nació ciego, encontró en él la vista. Ni siquiera la muerte se opuso a su plenitud, pues, cuando Lázaro llevaba cuatro días de muerto, Jesús le dio de su plenitud y resucitó de entre los muertos. Solo en estos pocos milagros vemos que Jesús es la fuente del gozo excelso, de nuestro perdón y restauración, de la vida, del sustento, de la verdadera visión y la resurrección.
El evangelio de Juan registra todos estos milagros, a los cuales llama “señales”, como una prueba de su naturaleza divina, es decir, que el Verbo, siendo Dios y hombre, puede suplir todas las necesidades con su infinita, todopoderosa y divina vida; y especialmente, con su inescrutable amor por nosotros los que creemos. En Jesús hay una plenitud, un tesoro ilimitado, donde el pecador puede encontrar todo lo que necesita, ya sea en el tiempo o en la eternidad, el apóstol Pablo también habló de esta consoladora verdad cuando dijo con contundencia: “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Col. 1:19); “Para que sean consolados sus corazones, unidos en amor, hasta alcanzar todas las riquezas de pleno entendimiento, a fin de conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col. 2:2-3).
Porque de su plenitud tomamos todos”, es decir, todos los que han recibido alguna bendición de la gracia, desde el primer hombre hasta el último que habite este planeta, se debe a la plenitud de Cristo. Aunque los santos del Antiguo Testamento vieron a Cristo desde lejos, a través de sombras, ellos bebieron de la plenitud del Verbo; si alguien se convirtió, si alguien creció en santidad, si alguien recibió dones de la gracia, si alguien amó verdaderamente, si alguien perdonó, si alguien disfrutó de la presencia de Dios, si alguien fue sanado, si alguien se gozó en el consuelo celestial; todo eso se debió a que Cristo fue la fuente para ello. Un día, cuando podamos ver las cosas como son, nos daremos cuenta que somos totalmente deudores de Cristo, pues él es todo en todos.
Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”. ¿En qué sentido los creyentes toman gracia sobre gracia de Jesús? Esta es una declaración de la abundancia inagotable que sólo puede proceder de Aquel es misericordioso y bondadoso para con su pueblo: Gracia sobre gracia, es decir, Cristo nos da gracia, y luego, da más gracia, y luego, pone más gracia, y luego, derrama más gracia. Esto es lo que significa la palabra griega anti (sobre), poner algo sobre algo sin nunca acabar. Los creyentes nunca dejaremos de recibir la gracia de Cristo. Cuando nos sentimos agotados por nuestros pecados y debilidades, y pensamos que todo está a punto de acabar, Jesús nos sorprende con más abundante gracia para levantarnos de nuestra postración y conducirnos a una vida de abundancia espiritual. Y cuando hemos visto su gracia bendiciéndonos en un aspecto, él nos sorprende con más gracia para suplir otros elementos de nuestra vida, y cuando todavía no hemos salido de esta perplejidad, el Señor nos envía más gracia. ¡Bendito sea nuestro gracioso salvador! “Cuando una gracia ha sido dada, hay otra gracia lista para nosotros en su lugar”[2].
 3. Gloria única en sus recursos.Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (v. 17). Aquí Pablo hace un contraste entre los recursos que trajo Cristo consigo y los que daba la Ley de Moisés. Juan no quiere minimizar la importancia de la Ley ni el trabajo que hizo Moisés en la historia de la redención, pues, “la Ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Ro. 7:12); pero si quiere afirmar que el Evangelio traído por el Verbo es superior en cuanto a los recursos que ofrece, ya que la Ley tuvo un propósito preparatorio para la venida de Cristo, como dice Ryle: “La Ley moral, que él bajó del Monte Sinaí, era santa, justa y buena. Pero no podía justificar. No tenía poder curativo. Podía herir pero no vendar. Podía producir ira (cf. Romanos 4:15). Pronunciaba una maldición contra cualquier obediencia imperfecta. La Ley ceremonial que se le ordenó que impusiera a Israel estaba llena de profundo significado y de instrucción por medio de tipos. Sus ritos y ceremonias la convirtieron en un excelente maestro para guiar a los hombres a Cristo (cf. Gál. 3:24). Pero la ley ceremonial era solo un maestro. No podía conseguir ser guardada a la perfección en cuanto a la conciencia (cf. Heb. 9:9). Colocaba un yugo muy pesado sobre los corazones de los hombres que estos no eran capaces de llevar. Ministraba muerte y condenación (cf. 2 Cor. 3:7-9). La luz que los hombres consiguieron de Moisés y de la Ley era en el mejor de los casos solo luz de estrellas comparada con la luz del día[3].
El Nuevo Testamento presenta al Evangelio como superior a la Ley, en el sentido de que, a través de Jesucristo y su obra perfecta, nosotros recibimos todo lo que necesitamos para ser reconciliados con Dios, mientras que, como dijo San Agustín: “La Ley amenazaba, no ayudaba; ordenaba, no curaba; mostraba, no quitaba nuestra debilidad. Pero fue una preparación para el Médico, quien vendría con la gracia y la verdad”[4].
Pero, dice Juan, lo que la Ley de Moisés no pudo dar de manera plena, Jesús, el Verbo, lo trajo consigo, y de manera abundante. Siendo él el Hijo que estaba en el seno del Padre, entonces él y solo él  podía traer a los hombres la expresión completa de la gracia y la verdad. Ya hemos visto algo sobre el tema de la gracia, pero, respecto a la verdad, Jesús es la encarnación de la misma, porque él es la realidad a la cual apuntaban todas las sombras de los tipos en el Antiguo Testamento. Él es el verdadero tabernáculo, el verdadero altar, el verdadero cordero que quita el pecado, el verdadero Josué, el verdadero sacerdote, el verdadero templo; en fin, él es la verdad porque en él se cumple todo lo anunciado sobre el Mesías por los profetas antiguotestamentarios. Él nos trajo la verdad porque él nos revela al Padre, como veremos en el siguiente punto. Ahora podemos conocer todo lo que Dios quiso revelar de sí mismo, solo a través del Hijo, es por eso que él dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).
Esto no significa que bajo la antigua dispensación marcada por la Ley de Moisés no hubo gracia ni verdad, claro que sí, todos los que fueron salvos lo deben a la gracia perdonadora de Dios, y no a la obediencia de la Ley; también hubo verdad, pues, las sombras tomaban prestado de la verdad que se revelaría en Cristo; las sombras no eran mentira, eran un adelanto difuso de la realidad, “pero toda la gracia de Dios y toda la verdad acerca de la Redención nunca fueron conocidas hasta que Jesús vino al mundo y murió por los pecadores”[5].
4. Gloria única en su revelación. “A Dios nadie le vio jamás; el Unigénito hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (v. 18).
Aunque los hombres quisieran tener una visión de la divinidad, poder mirar algo de él que les permita tener la certeza de que realmente existe, la Biblia es clara en afirmar que a Dios nadie le vio jamás. “Dios es espíritu”, dijo Cristo, por lo tanto, no puede ser visto por el ojo humano. Moisés fue uno de los hombres más cercanos a Dios que ha pisado esta tierra, y pudo haber sido uno de los más capacitados para ver a Dios, pero, en la oportunidad más cercana que tuvo de poder verlo, se le dijo: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá” (Éx. 33:20). Nunca nadie pudo verlo. Pero el hombre continuaba experimentando la necesidad de mirarlo, de conocer cómo es él. Puede que alguien diga “pero en el Antiguo Testamento se nos dice que Dios se apareció a algunos”, bueno, a esto se debe responder, siempre que en el Antiguo Testamento se da una teofanía (aparición visible de Dios), es una manifestación velada, no del Padre, sino de la Segunda Persona preencarnada.
A través de la creación podemos conocer la revelación general de Dios, como dice Pablo en Romanos “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (1:20); y el salmista afirma “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1). Esta es la revelación general de Dios, y nadie tiene excusas delante de él para afirmar que no lo ha podido ver, pues, se puede ver su poder a través de la creación; y Dios espera que todo aquel que vea lo adore. Pero Dios, que es tan misericordioso, decidió revelarse de una manera personal y cercana al hombre, velando su gloria en un cuerpo de carne, de tal manera que no muramos en el acto.
 “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre”. Solo Jesús puede ser quien revela de manera suficiente y salvadora al Padre, porque él es el monegenes, es decir, el único Hijo, de su misma esencia; quien tiene la imagen del Padre; precisamente, porque es su hijo, porta su misma esencia.
Jesús, el Verbo, puede manifestar de manera fiel al Padre porque  él y solo él lo ha visto en su gloria y plena majestad. Ni siquiera los ángeles lo han visto así, pues, la gloria del Creador los consumiría. “Él, durante el tiempo de su ministerio terrenal aquí… ha revelado la sabiduría de su Padre, su santidad, compasión, poder, odio al pecado y amor a los pecadores de la mejor manera posible. Ha traído a la clara luz el gran misterio de cómo Dios el Padre puede ser justo y, no obstante, justificar al impío”[6].
Es interesante notar que Juan nos dice que el Verbo ha dado a “conocer” al Padre, es decir, hace una exposición de él, es el que lo interpreta. La palabra griega usada por el autor es la raíz de “exégesis”. La mejor exégesis del Padre nos la da el Hijo, él lo interpreta.  
El Verbo y el Padre han compartido por siempre la misma esencia y la misma gloria; por lo tanto, cuando el Verbo baja a esta tierra y toma la carne por morada, los hombres tienen la oportunidad de ver la gloria de Dios, la gloria moral, la gloria espiritual. Jesús nos revela todo aquello que nuestras mentes pueden recibir y comprender sobre el Padre; no es una revelación completa de Su gloria, mas si, suficiente para nuestra salvación. “En las palabras, hechos, vida y muerte de Cristo aprendemos respecto a Dios el Padre todo lo que nuestras débiles mentes pueden comprender en el presente. Su sabiduría perfecta, su poder supremo, su indecible amor a los pecadores, su incomparable santidad, su odio al pecado nunca podrían haber sido representados ante nuestros ojos de forma más clara que como lo vemos en la vida y muerte de Cristo”[7].
No hay otro intermediario eficaz entre Dios y los hombres sino sólo Jesucristo, porque solo él, siendo Dios, tiene la capacidad de estar frente a frente con el Padre y presentar nuestras oraciones. Él es el unigénito que está en el seno del Padre, es decir, está unido íntimamente a él en todas las cosas. Todo aquel que busque otro camino para llegar a Dios es un ignorante y nada sabe. Ningún santo del Antiguo Testamento, ningún apóstol del Nuevo Testamento, ningún mártir de la iglesia, ni ángeles ni arcángeles, ni la virgen María; nadie puede ver a Dios de la manera como Cristo lo puede hacer; por lo tanto, si necesitamos de alguien que presente nuestras plegarias ante el Padre, acudamos a Cristo y sólo a él.
Aplicaciones:
El hombre siempre ha buscado alguien que sea su norte espiritual, su guía, quien le ofrezca dirección y consuelo en su vida. Es por esa razón que surgen muchos gurús, chamanes, líderes espirituales a los cuales llaman sacerdotes, profetas, apóstoles, entre otros. Estos hombres, por lo general, se aprovechan de esta necesidad espiritual sentida por el género humano, pero es poco lo que pueden ofrecer. Tal vez les dan optimismo, positivismo, entusiasmo; ritos, música y ceremonias acompañadas de fuerte contenido emocional; pero, esto es sólo pasajero, y el alivio que dan es efímero y vacío. Solo Cristo, quien es Dios-hombre, el que murió y resucitó y ahora vive en la presencia del Padre, puede dar el sentido verdadero, trascendental y real a la vida humana. Los verdaderos siervos de Dios, los verdaderos guías espirituales, no llevarán a las personas a poner la mirada en sus vidas o ministerios, sino en Jesús. Los pastores y siervos de la iglesia no tienen otro propósito, no buscan que sus nombres resalten, que la gente ame su ministerio, que los vean por internet, o que compren sus libros; no, si son verdaderos siervos del Señor, propenderán, a tiempo y fuera de tiempo, que sólo se centren en Cristo, el único, el Salvador, el que es superior a todos, y el que antes que todos.
Hemos aprendido sobre la inagotable gracia de Cristo, la cual nos es dada de manera continua, una gracia tras otra gracia. ¿Por qué se necesita una gracia tras otra gracia? Por nuestras variadas situaciones, las cuales requieren diferentes clases de gracia, y todas ellas pueden ser halladas en Cristo. “La gracia de Cristo toma muchas formas. Él nos da fe, nos conforta con paz, nos anima con esperanza, nos alienta con gozo, y nos inspira con amor”[8]. Debemos adorar a nuestro Verbo encarnado y depender totalmente de él porque tiene una gracia especial para cada situación nuestra, como dice William Barclay: “Necesitamos una gracia en los días de prosperidad, y otra en los días de adversidad. Necesitamos una gracia en los días primaverales de la juventud, y otra cuando se empiezan a dilatar las sombras de la edad. La iglesia necesita una gracia en los días de persecución, y otra cuando llegan los días de tolerancia. Necesitamos una gracia cuando nos sentimos en control de la situación, y otra cuando estamos desanimados, deprimidos y casi desesperados. Necesitamos una gracia para soportar nuestras propias cargas, y otra para sobrellevar los unos las cargas de los otros. Necesitamos una gracia cuando estamos seguros de las cosas, y otra cuando nos parece que ya no nos queda nada en el mundo[9]. ¿Confías así en Cristo? Él es todosuficiente para tu necesidad.
Juan nos ha mostrada la grandeza única del Salvador, quien revela al Padre a través de Su persona. Jesús es lo máximo, digno de toda adoración. Nunca nos excederemos en darle gloria a su persona, como dice Ryle “Y Ahora, después de leer este pasaje, ¿podemos honrar en demasía a Cristo? Hagamos desaparecer este indigno pensamiento de nuestras mentes para siempre. Aprendamos a exaltarle más en nuestros corazones y descansemos más confiadamente todo el peso de nuestras almas en sus manos… nadie se equivoca nunca por otorgar demasiada honra a Dios el Hijo. Cristo es el punto de encuentro entre la Trinidad y el alma pecador: “El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió” (Juan 5:23”[10].



[1] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 65
[2] Philips, Richard. John. Volume I. Página 65
[3] Ryle, J.C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 62
[4] Ryle, J. C. Meditaciones sobre les Evangelios. Juan 1-6. Página 67 (cintando a Agustín de Hipona)
[5] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 63
[6] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 68
[7] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 63
[8] Philips, Richard. John. Volume I. Página 65
[9] Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento. Página 386
[10] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 64

No hay comentarios: