Me da gusto saludarle pastor.
Sepa que he orado por usted y su vida, así como por su
ministerio. Ruego a Dios que cada día le provea más de la sabiduría divina tan
necesaria y vital en estos tiempos dentro del liderazgo.
Quiero hacerle una pregunta de manera muy especial y
me gustaría que fuese anónima, si es que usted la publica en su blog. Es por
respeto a la persona que tiene la inquietud acerca de lo que le preguntaré.
Cada creyente, por naturaleza, tiene cierta tendencia
hacia el pecado. Es claro que algunas personas tienen una tendencia mayor a
mentir así como otras a robar, así como otras a… ¿Esas tendencias hacia
determinado pecado (siendo creyente) se basa en mis raíces parentales? Es otras
palabras, ¿yo tengo la herencia de mi padre que fue una persona terriblemente
pecadora y por ende yo tengo la tendencia al mismo pecado o formas de pecar?
Pregunto esto porque en estos días escuché a un
querido hermano pastor que predicando decía que su padre era un criminal y que
por ende, él temía ser de igual manera, un criminal. ¿Es esto posible siendo
una nueva creación en Cristo?
Apreciado Héctor, saludos fraternales.
Gracias por enviarnos su
pregunta. Lamentamos mucho la demora en responder, pero, hemos recibido tantas
que, en ocasiones, puede pasar hasta un año para sentarnos a responderlas, a la
luz de las Sagradas Escrituras.
Respecto a su pregunta, podemos
decir lo siguiente:
Primero, la Biblia nos muestra,
tanto por precepto como por ejemplo, que los hijos imitan a los padres,
especialmente, en sus pecados.
Los hijos heredan la naturaleza
pecaminosa de sus padres, la cual se recibió de Adán. Por eso, luego de la
caída en el pecado, cuando Adán tuvo un hijo, ya no dice que fue engendrado a
la imagen y semejanza de Dios, sino de Adán: “Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza,
conforme a su imagen, y llamó su nombre Set” (Gén. 5:3). Cuando Adán pecó,
en él pecaron todos los hombres, y en consencuencia, todos los hombres nacen
con una naturaleza pecaminosa, inclinada siempre al mal: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el
pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos
pecaron” (Ro. 5:12). No solo se trata de la muerte física, sino de la
muerte espiritual. Todos los hijos de Adán nos volvimos inútiles para hacer lo
bueno según Dios, para obedecer sus leyes santas: “Como está escrito: No hay justo, ni aún uno; no hay quien entienda. No hay
quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay
quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulco abierto es su garganta;
con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está
llena de maldición y amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre;
quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay
temor de Dios delante de sus ojos” (Ro. 3:10-18).
Desde el principio mismo el ser
humano, niños, jóvenes y ancianos, manifestó la inclinación natural que tiene
hacia el pecado: “Y vio Jehová que la
maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los
pensamientos del corazón de ellos, era de continuo solamente el mal” (Gén.
6:5).
El hombre, entonces, hacía el mal
por la inclinación natural que llevaba dentro, es decir, por la naturaleza
pecaminosa que recibía de sus padres, estando aún en el vientre (Se apartaron los impíos desde la matriz (
Sal. 58:3); He aquí, en maldad he sido
formado, y en pecado me concibió mi madre (Sal. 52:5). Además, para
complicar más el asunto, los hombres no solo hacen el mal por la inclinación
natural, sino por el aprendizaje o la imitación.
Un caso claro es el de Isaac,
quien vio a su padre Abraham acudir dos veces al pecado de la mentira para
librarse de un problema imaginario, en el cual se suponía que los habitantes de
cierta región lo iban a matar a causa de su esposa, quien era muy hermosa (Gén.
12:13; Gén. 20:2). Aunque Isaac aún no había nacido, de seguro que conoció lo
que hizo su padre, de manera que, cuando tuvo que enfrentarse con una situación
imaginaria parecida, acudió al mismo pecado de la mentira: “Y los hombres de aquel lugar le preguntaron
acerca de su mujer; y él respondió: Es mi hermana; porque tuvo miedo de decir:
Es mi mujer, pensando que tal vez los hombres del lugar lo matarían por causa
de Rebeca, pues ella era de hermoso aspecto” (Gén. 26:7).
Cuando vemos la historia de
Israel, especialmente en sus momentos de vida espiritual más oscuros,
encontramos que la mayoría de los hijos imitaron a sus padres en el pecado de
la idolatría.
La realidad del ser humano es que
los hijos terminan imitando a sus padres, especialmente en sus actos
pecaminosos. Un padre borracho, fumador y mal hablado, será imitado por sus
hijos en esta misma clase de pecados. Un padre estafador, mentiroso y perezoso,
engendrará hijos que lo imitarán en estas maldades. Un padre inmoral,
fornicario y adúltero, engendrará hijos que lo imitarán en estas perversiones. Ya
entendemos porqué en Latinoamérica ha sido tan difícil erradicar la corrupción,
pues, los hijos aprendieron de sus padres estas mañas, y las vuelven su
práctica diaria en todos los aspectos de la vida.
Ahora, esto no significa que los
hijos obligatoriamente deban terminar haciendo las mismas maldades de sus
padres. Algunos hijos han roto con esa herencia de imitación y han cambiado el
paradigma establecido. No obstante, lo más usual es que los hijos terminen
imitando el pecado de sus padres.
Ahora, la buena nueva es que
Cristo, a través del Evangelio transforma para siempre al hombre, dándole una
nueva dida, infundiendo en él un nuevo principio de santidad y amor por la Ley
santa del Señor; cambiando el chip antiguo de la inclinación hacia el pecado, y
dándoles el Espíritu Santo, quien les lleva a andar en novedad de vida, en
santidad, amor y rectitud. Por eso el apóstol Pablo pudo decir: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva
criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2
Cor. 5:17). Es decir, si el padre fue un estafador, borracho, mal hablado o
fornicario, el hijo, ahora en Crsito, ha roto con esa cultura de maldad, y en él
ha empezado a obrar un nuevo principio de santidad que lo lleva a imitar a su
padre, Dios, y no al diablo.
El apóstol Pablo le dijo a los
creyentes de Corinto que ellos habían sido “fornicarios…
idólatras… adúlteros… afeminados… homosexuales… ladrones… avaros… borrachos…
maldicientes… y estafadores… mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido
santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por
el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:10-11). Cuando el Espíritu Santo
obra en el corazón de la persona, y le da el nuevo nacimiento y la conversión,
empieza una ruptura con el pecado, pues, ahora el propósito del Espíritu en él
es conformarlo a la imagen de Cristo: “No
mintáis los unos a los otros, habiéndoos despodajo del viejo hombre, con sus
hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se
va renovando hasta el conocimiento pleno” (Col. 3:9-10).
La exposición constante a la
Palabra de Dios, la oración sin cesar, el uso de los medios de Gracia, la
asistencia a una iglesia bíblica donde se predique expositivamente y el consejo
sabio de los pastores; serán instrumentos para la nueva criatura en Cristo
crezca en santidad, abandonando los pecados que se habían constituido en
práctica habitual de su alma, ya sea por la inclinación natural de su corazón o
por el aprendizaje por imitación de sus padres o familiares.
Los cristianos somos exhortados a
imitar a nuestro nuevo padre: “Sed, pues,
imitadores de Dios como hijos amados” (Ef. 5:1).
Su servidor en Cristo,
Julio César Benítez
Nota: Usted puede ver la respuesta a esta y otras
preguntas ingresando a: http://forobiblico.blogspot.com/
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