Un
prólogo sublime. El Verbo: Desde Su eternidad hasta Palestina
Juan
1:1-18
La
gloria del Verbo en su encarnación (6-13)
Por Julio C. Benítez
Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellin
Introducción:
Las grandes mitologías
de las civilizaciones antiguas están llenas de dioses que gobiernan desde
lugares ubicados fuera o por encima del planeta tierra; dioses que tienen algún
interés en el género humano y promueven cierta clase de ética. Las mitologías
siempre han procurado acercar a la divinidad con lo humano, por eso encontramos
a los dioses griegos con rasgos, pensamientos y actuar muy parecido al de los
hombres: entre ellos hay luchas, envidias, celos, engaños, entre otras facetas
netamente humanas. Pero no sólo encontramos a los dioses actuando como hombres,
incluso en la conducta incorrecta; sino que también encontramos a algunos
hombres alcanzando la divinidad, a través de su propio esfuerzo, y, permitiendo
así, que los dioses se interesen más por el bienestar humano.
El deseo de ver a Dios
caminando en la tierra ha estado siempre presente en la ilusión humana; y la
esperanza de que un hombre llegue al sitio donde habita la divinidad para
interceder por ella, también. Pero ninguna mitología pudo demostrar de una
manera fehaciente y verosímil que la divinidad pueda habitar en medio de la
naturaleza humana. Este fue un tema debatido por los antiguos filósofos
griegos, y en el pensamiento de Platón encontramos cuál fue la conclusión: La
divinidad es espíritu puro, impoluto, la razón e idea perfecta; mientras que la
materia es mala en sí misma, llena de pasiones; por lo tanto, lo divino no
puede mezclarse con lo humano.
Pero, tanto las
mitologías como la filosofía, no son más que el pensamiento humano imperfecto y
caído, tratando de dar una respuesta a las necesidades más trascendentales y
existenciales del hombre.
Mas, hay una realidad
que no es producto de las teorías humanas: la situación caída del hombre
requiere de una solución divina para su pecado. La miseria espiritual del
género humano, ocasionada por su caída en el pecado, y la consecuente
incapacidad para hacer el bien según Dios; le ubicaron en una posición de
rebeldía contra el Dios creador, y por lo tanto, de enemistad. Dios se volvió
enemigo del hombre y su ira está sobre él. Pero Dios ama al género humano
porque en él puso su imagen y semejanza; de manera que se requería una solución
perfecta, duradera y eficaz para este abismo de separación entre Dios y el hombre.
¿Quién podría ser el
medio para encontrar la solución? ¿Un hombre? Un hombre bueno y santo, lo
máximo que podría hacer es elevar su voz a Dios y clamar por la humanidad; pero
Dios no lo escuchará, porque aunque durante toda su vida ande en obediencia a
Su Ley santa, este hombre ya es un pecador, pues, sólo por nacer de padres
humanos pecadores hereda la naturaleza de maldad y la culpa del pecado
original. De manera que ningún ser humano podría ser ese medio de expiación y
reconciliación con Dios. ¿Qué tal un ángel del cielo? Bueno, él podría
interceder por el hombre, pero, no se necesita sólo la intercesión, se requiere
que él satisfaga las demandas justas de la ira de Dios sobre el hombre pecador;
lo cual requiere que muera, pero no cualquier muerte, debe ser una muerte
eficaz, de carácter eterno; y él mismo debe tener el poder para levantarse de
la tumba. Ningún ser angélico tiene esta capacidad en sí mismo. Además, los
ángeles son seres de otra especie, ellos no pueden hacer expiación por el
hombre, porque el que debe morir es un hombre. Entonces ¿qué queda? De parte
del género humano no hay nada que se pueda hacer. La muerte reina y la
esperanza ha fenecido.
Pero, ¡escuchemos!, es
una conversación más allá del cosmos, más allá del tiempo; es un momento
solemne en la eternidad (si se puede hablar de momentos), Dios el Padre está
haciendo un pacto con Dios el Hijo, una conversación en el seno de la
Divinidad. El padre le dice al Hijo “Pídeme,
y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la
tierra” (Sal. 2:8), y el Hijo le pide que le dé muchas personas, las cuales
quieren que sean suyas y vivan para el Padre. Pero el Padre le dice: Hijo,
todos ellos serán rebeldes contra mí, violarán mi Ley y tendrán un corazón perverso;
ellos se venderán al mal, se someterán voluntariamente como esclavos de Satanás
y, en consecuencia, estarán bajo mi ira; mi justicia demandará que ellos mueran
eternamente en el sitio de condenación que he preparado para el diablo y sus
ángeles. Más el Hijo dice: Padre, qué debo hacer para rescatarlos de tu ira,
para librarnos del poder del diablo, para redimirlos del poder del pecado; y
ganarlos para nosotros. El padre responde: es necesario que Tú te hagas como
uno de ellos, en todas sus debilidades, pero sin pecado; y vivas en medio de
ellos mostrando la gloria moral de la Divinidad; pero debes morir la muerte que
ellos deben sufrir, debes beber la copa de mi ira eterna, la cual derramaré
sobre ti al llevar los pecados de éstos que me has pedido; pero tú te
levantarás de la tumba, tu propio poder, el poder de mi Espíritu y mi propio
poder te levantará de entre los muertos; garantizando así que todos por los que
mueras vivan para siempre en mi presencia.
Y es así que un día, el
Dios Hijo, al cual Juan ha llamado el Verbo, el Logos o la Palabra de Dios;
entra en la escena humana como un tierno niño, nacido de mujer, la divinidad
caminando en medio de los hombres, y la inmortalidad muriendo en una cruz, para
luego revivir de la tumba y obtener eterna salvación para todo aquel que cree
en ÉL.
Hoy Juan nos presentará
la gloria del Verbo en la encarnación. Estudiaremos solamente el verso 14 del
capítulo 1, pues, tiene un contenido corto, pero profundo en doctrina y verdad.
Para una mejor comprensión de este pasaje lo estructuraremos así:
1. La encarnación del
Verbo: “Y Aquel Verbo fue hecho carne”
2. La morada terrena y
gloriosa del Verbo: “Y habitó entre
nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)”
3. La plenitud de la
encarnación del Verbo: “lleno de gracia y
de verdad”
Iniciemos con nuestro
primer aspecto:
1. La encarnación del
Verbo: “Y Aquel Verbo fue hecho carne”.
Aunque esta es una frase corta, no es sencilla en su significado. Juan nos ha
mostrado que el Verbo era Dios y estaba con Dios; por lo tanto, Aquel que fue
hecho carne es Dios mismo. Esto no es algo fácil de entender, ni debió ser un
hecho simple. Toda la eternidad estuvo preparándose para este magno evento. “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo,
Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, y nacido bajo la ley” (Gál. 4:4). No
alcanzamos a imaginar la gran conmoción que se dio en los cielos cuando el
Padre envió al Hijo a la tierra para que asumiera un cuerpo humano. Pero, si
sabemos que el Hijo, con obediencia y humildad, “entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me
preparaste cuerpo” (Heb. 10:5). Él, el Dios eterno, en cumplimiento del
pacto de gracia que hizo con el Padre, desciende “a las partes más bajas, o sea, a la tierra” (NVI Ef. 4:11).
El que se hace carne es
Dios, la segunda persona de la Trinidad. Pero, ¿cómo puede esto ser posible? No
lo entendemos, y no sé si algún día lo comprenderemos, mas es una verdad que
debe ser aceptada por fe. Juan afirma que el Verbo, el Eterno, el Creador, es
el que se hace carne; es decir, toma para sí todo lo que significa ser un
hombre: un cuerpo débil, mortal y un alma humana. Jesús es el nuevo Adán, dice
Pablo, pero el cuerpo de Adán, antes de la caída, era mejor que el cuerpo que
asumió Cristo, pues, el de Adán no tenía debilidad, el de Cristo sí, aunque sin
pecado. Esto es lo que dice el Espíritu Santo: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él
también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que
tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo. Por lo cual debía ser en
todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo
sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo”
(Heb. 2:14, 17).
Bendita historia, el
Verbo, el Rey de gloria, toma cuerpo mortal, para así salvar al pecador.
El misterio de la
encarnación del Dios Hijo asombra al creyente, enloquece al filósofo, trastorna
al teólogo y divide la historia humana. Pero, si Dios es quien toma la carne,
entonces ¿Dios dejó de ser Dios para volverse hombre, o Cristo era un hombre
divinizado? Siempre que dejamos a nuestra mente volar e indagar en el misterio
de la encarnación del Verbo surgirán infinidad de preguntas lógicas, pero
siendo un misterio, tal vez el misterio más grande, sólo nos toca aceptar por
fe lo que la Biblia dice. Es por esa razón que en la historia de la Iglesia los
doctores y teólogos, luego de estudiar profundamente las Escrituras, se
adelantaron a las elucubraciones de la mente humana, y, por lo menos, declararon
lo que no significa la encarnación. Jesús, el Verbo hecho carne, es Dios
caminando entre los hombres, pero también era un hombre, débil y mortal, más
sin pecado. “Como nosotros, tuvo hambre y sed, comió, bebió, durmió, se cansó,
sintió dolor, lloró, se regocijó, se maravilló, fue movido a ira y a compasión.
Habiéndose hecho carne y habiendo tomado un cuerpo, oró, leyó las Escrituras,
sufrió siendo tentado y sometió su voluntad humana a la voluntad de Dios el
Padre. Y finalmente, en el mismo cuerpo, sufrió y derramó su sangre
verdaderamente, murió verdaderamente, fue verdaderamente sepultado, resucitó
verdaderamente y ascendió verdaderamente al Cielo. Y, sin embargo, ¡todo ese
tiempo era Dios además de hombre!”[1]
La Iglesia confiesa que esto es verdad: En
Jesús se une lo divino y lo humano, él tiene dos naturalezas, pero ellas no se
mezclan, y tampoco pueden separarse. Lo divino no absorbió a lo humano, ni lo
humano rebajó a lo divino. En el Credo de Calcedonia la Iglesia nos ayuda a
comprender este misterio cuando afirma: “Nosotros,
entonces, siguiendo a los santos Padres, todos de común consentimiento,
enseñamos a los hombres a confesar a Uno y el mismo Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, el mismo perfecto en Deidad y también perfecto en humanidad; verdadero
Dios y verdadero hombre, de cuerpo y alma racional; consustancial (coesencial)
con el Padre de acuerdo a la Deidad, y consustancial con nosotros de acuerdo a
la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado; engendrado del
Padre antes de todas las edades, de acuerdo a la Deidad, y en estos postreros
días, para nosotros, y por nuestra salvación, nacido de la virgen María, de
acuerdo a la humanidad; uno y el mismo, Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, para
ser reconocido en dos naturalezas inconfundibles, incambiables, indivisibles,
inseparables; por ningún medio de distinción de naturalezas desaparece por la
unión, mas bien es preservada la propiedad de cada naturaleza y concurrentes en
una persona y una Sustancia, no partida ni dividida en dos personas, sino uno y
el mismo Hijo, y Unigénito, Dios, la Palabra, el Señor Jesucristo; como los
profetas desde el principio lo han declarado con respecto a Él, y como el Señor
Jesucristo mismo nos lo ha enseñado, y el credo de los santos padres que nos ha
sido dado”.
El Verbo fue hecho
carne, es decir, el Dios Hijo asumió para el resto de la eternidad, un cuerpo
humano; luego de su resurrección, glorificado y perfeccionado, pero cuerpo
humano. Esta es una gran verdad que dignifica al hombre, pues, que Dios se haya
identificado con nosotros, tomando nuestra forma y limitándose a sí mismo en un
cuerpo de carne, es algo sorprendente. Hoy día, el Dios Hijo que nos representa
ante el Padre, intercediendo por nosotros, tiene un cuerpo de carne
glorificado.
Los ángeles mismos se
maravillaron de esto y no pudieron evitar venir a la tierra a contemplar este
misterio de la encarnación de Dios, cantando y dando declaraciones de alabanzas
a Emmanuel, Dios con nosotros. La noche de Navidad, la natividad de Cristo, ha
sido la noche más memorable y santa de la historia humana, pues, en ella, no
solo nació un bebé, nació un niño que es Dios y hombre a la vez.
Y este hombre, con dos
naturalezas, pero una sola persona, vino con el propósito de habitar por un
tiempo entre los hombres, y mostrarnos así la gloria velada del Dios inmortal.
Este será nuestro segundo punto.
2. La morada terrena y
gloriosa del Verbo: “Y habitó entre
nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)”.
La expresión griega “y habitó entre nosotros” tiene la
connotación de plantar una tienda o tabernáculo, es decir, el Verbo se hizo
carne con el fin de establecer su tienda o morada entre los hombres. ¿Con qué
fin? Con el propósito de que viéramos la gloria del Verbo, la gloria de Dios.
Es probable que Juan,
al escribir esta parte de su prólogo, haya estado pensando en el Éxodo, cuando
el pueblo de Israel transitaba por el desierto, rumbo a la tierra prometida, y
en medio de sus luchas, pecados y aflicciones Dios plantó su presencia en medio
de ellos a través del Tabernáculo. Este
lugar representaba su presencia, la shekiná
de Dios. La presencia de Dios manifiesta su gloria. El pueblo pudo ver su
gloria en el tabernáculo, por medio de la nube que lo cubría; y también cuando
Dios dio su Ley a través de Moisés; el fuego y los truenos mostraban la gloria
de la presencia del Señor.
Jesús, el Verbo hecho
carne, fue como un tabernáculo de Dios en medio de los hombres. Cuando Cristo
andaba por Palestina, era Dios quien andaba en medio de la humanidad. Pero ¿De
qué manera vio Juan y los otros discípulos su gloria? Ellos la vieron cuando él
se transfiguró, allí lo miraron, con sus ojos físicos, como un día lo miraremos
nosotros en su retorno glorioso a la tierra para introducirnos al estado eterno
de perfección y dicha. “Y se transfiguró
delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se
hicieron blancos como la luz” (Mt. 17:2).
Pero es muy probable
que Juan también tenga en mente la gloria moral de Cristo. Nunca había caminado
en este mundo un hombre que fuera perfecto en todo: que su juicio fuera justo,
que no hablara mal de los demás de manera pecaminosa, que no hacía bromas
dañinas, que siempre decía la verdad, que amaba a sus enemigos con amor
práctico y sincero, que obedeciera la Ley de Dios de manera perfecta, no sólo
en lo externo, sino con amor y deleite profundo. Nunca habitó en este planeta
un hombre que se preocupara tanto por los necesitados, por los enfermos, por
los oprimidos por el diablo, que anunciara el evangelio con tanta pasión y
convicción. ¿Quién como Cristo? Nadie. Su gloria moral debió impactar
poderosamente a todos los que le conocieron verdaderamente. “Quien cuándo le maldecían, no respondía con
maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga
justamente” (1 P. 2:23). “No brilló con pompa o grandeza mundanas, según lo
que la nación judía soñaba fervorosamente que haría su Mesías. Pero fue
revestido con la gloria de santidad, gracia y verdad”[2].
Pero también vieron su
gloria a través de sus milagros, como cuando Cristo convirtió el agua en vino
en las bodas de Caná: “Este principio de
señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos
creyeron en él” (Juan 2:11); o cuando resucitó a Lázaro “Esta enfermedad no es para muerte, sino para
la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan
11:4).
Ahora, la gloria que
vieron de Cristo estaba velada por su cuerpo de carne, más un día, le veremos
en su plena gloria, conservando su cuerpo humano glorificado: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que
donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has
dado” (Juan 17:24). Jesús ama su gloria y desea que los suyos la podamos
contemplar un día; pues, viéndolo a él, seremos transformados a su imagen.
La gloria que Juan y
los demás discípulos vieron en Cristo, no fue cualquier gloria, pues, ésta se
correspondía con lo que Jesús era, el Unigénito del Padre, es decir, el hijo
único, de la esencia del Padre. “Como”, no significa copia o parecido, sino,
como corresponde a su dignidad. Jesús manifestó la gloria que le corresponde
como Hijo único de Dios. Nosotros somos hijos, pero por adopción y
regeneración, Jesús es Hijo por engendramiento eterno, de la misma esencia del Padre.
Pero Jesús, el Verbo,
se encarnó para mostrarnos su gloria, especialmente para revelar su gracia y
verdad. Este será nuestro tercer punto:
3. La plenitud de la
encarnación del Verbo: “lleno de gracia y
de verdad”
Jesús, el Dios hombre,
vivió en esta tierra bajo los principios y propósitos divinos que se había
establecido en el pacto de gracia. Él vino para dar gracia y vino para
mostrarnos la verdad; “cuando hablaba, sus mensajes estaban llenos de ese favor
inmerecido hacia los culpables (p. ej., publicanos y pecadores), y los mismos
atributos se revelaban en sus milagros de curación, de hecho, en toda su vida y
muerte, las cuales han de ser consideradas como un sacrificio expiatorio cuyo
único propósito era el merecer para su pueblo la gracia de Dios”[3].
Su gracia se manifiesta
de manera especial cuando muere en la cruz, este tabernáculo de carne, Dios y
hombre, es que el sufre los clavos y las espinas, y derrama su sangre redentora
con valor eterno y suficiente para salvar a todos los que quiso salvar. La
sangre de ningún animal y la sangre de ningún hombre podía obtener este
beneficio tan amplio para la humanidad, solo la sangre del Dios hecho carne lo
pudo lograr. “Aquel que sufrió por el pecado en la cruz y fue hecho pecado por
nosotros fue “Dios manifestado en carne”. La sangre con que fue adquirida la
iglesia es denominada sangre del Señor (cf. Hch. 20:28)…Esta constante unión
indivisa de dos naturalezas perfectas en la persona de Cristo es exactamente lo
que otorga un valor infinito a su mediación y le cualifica para ser el Mediador
mismo que necesitan los pecadores. Nuestro Mediador es Alguien que puede
compadecerse de nosotros porque es un verdadero hombre. Y, sin embargo, al
mismo tiempo, es Alguien que puede tratar con el Padre a nuestro favor en
términos de igualdad porque es verdadero Dios. Es la misma unión la que otorga
valor infinito a su justicia cuando es imputada a los creyentes: es la justicia
de Alguien que era Dios además de hombre. Es la misma unión la que otorga un
valor infinito a la sangre expiatoria que Él derramó por los pecadores en la
Cruz: es la sangre de Aquel que era Dios además de hombre. Es la misma unión la
que otorga un valor infinito a su resurrección: cuando Cristo resucitó, como
cabeza del cuerpo de creyentes, lo hizo no como mero hombre, sino como Dios”[4].
El carácter de Cristo
fue lleno de gracia y de verdad, “llenos de gracia fueron sus labios y llena de
gracia fue su vida. Fue lleno de gracia de Dios, con el Espíritu morando en Él
sin medida; lleno de bondad, amor y favor hacia el hombre; lleno de verdad en
sus hechos y palabras, porque en sus labios no hubo astucia; lleno de verdad en
su predicación concerniente al amor de Dios el Padre hacia los pecadores y al
camino de salvación, porque siempre reveló con rica abundancia todas las
verdades que los hombres necesitan conocer para el bien de su alma”[5].
El Verbo, Cristo, trajo consigo riquezas espirituales, especialmente nos dio el
evangelio de la gracia, en contraste con los requisitos pesados de la Ley
ceremonial. El Verbo vino lleno de verdad, nos trajo el conocimiento real de
Dios, trajo el verdadero consuelo y limpieza que no pudieron dar los tipos y
sombras del Antiguo Testamento. Jesús es
la manifestación plena, completa y abundante de la gracia de Dios para con el
hombre pecador; y nos dio la verdad sobre cómo el hombre puede ser reconciliado
con Dios.
Aplicaciones:
Hoy hemos aprendido que
Jesús, el Verbo, hizo tabernáculo o morada en medio de los hombres. El
tabernáculo era el sitio donde los Israelitas debían adorar a Dios, porque en
él estaba la presencia del Padre. En el tabernáculo era donde se debían ofrecer
los sacrificios aceptables ante Dios. Hoy día nuestro tabernáculo es Cristo.
Solo podemos adorar verdaderamente a Dios si lo hacemos a través de Cristo,
mirando a Cristo, confiando en el sacrificio de Cristo. Él es la imagen visible
del Dios invisible, y si alguien quiera adorar a Dios, debe hacerlo adorando al
Hijo. Si alguien pretende adorar a Dios a través de imágenes, fotos,
escapularios, vírgenes, o la mediación de otra persona o ángel; comete un fatal
error y ofende seriamente al Verbo. Sólo Cristo es Dios y hombre, sólo a través
de Cristo podemos llegar al Padre.
Cuán hermoso es
nuestro Cristo. En él habita la destellante gloria del Padre, porque él y el
Padre son uno. Pero dichosa es nuestra esperanza, que ahora tenemos a un
representante, totalmente hombre, delante de Dios. Jesús manifiesta la belleza
de la gloria del Padre y la belleza de la gloria moral del hombre perfecto.
Adoremos a Jesús en su humanidad, adoremos a Jesús en su divinidad. Exaltemos a
Dios porque nos dio un salvador divino, pero humano. Un salvador que puede
acceder a las recámaras más íntimas del cielo, porque es Hijo Unigénito Eterno;
pero también es un salvador que puede representarnos ante el Padre porque es
hombre como nosotros y conoció nuestra debilidad. Adoremos a Jesús porque,
aunque vivió en un cuerpo débil, ahora está en los cielos con un cuerpo humano
glorificado.
[1]
Ryle, J.C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Páginas 49-50
[2]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 58 (citando a
Lightfoot)
[3]
Hendriksen, William. El Evangelio según San Juan. Página 93
[4]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 51-52
[5]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 60
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