Un
prólogo sublime. El Verbo: Desde Su eternidad hasta Palestina
Juan
1:1-18
La
gloria del Verbo Testificada (6-13) Parte 2
Por Julio C. Benítez
Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín
a. Portavoz del
testimonio
b. El rechazo del
testimonio
c. La aceptación del
testimonio
En la predicación
pasada iniciamos el estudio de los versos 6 al 13, donde Juan nos presenta la
gloria del Verbo testificada. Este Verbo, quien es el único medio de salvación
y reconciliación con Dios, brilló en la eternidad con el Padre, brilló en la
creación sustentándolo todo, brilló como Vida y Luz en todo el Antiguo
Testamento; y en el siglo I de nuestra era tuvo un precursor que cumplió la
gloriosa e ingente misión de dar testimonio de que llegaría humanado a las
tierras de Palestina para dar vida y luz a los que creen en él.
Ya hemos visto cómo
Juan testificó de Jesús, y la importancia del testimonio sobre Jesús en todo el
evangelio de Juan. Hoy nos vamos a concentrar en los dos aspectos faltantes en
la estructura que nos presenta el evangelista.
b. El rechazo del
testimonio. “Aquella luz verdadera, que
alumbra a todo hombre, venía a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo por
él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le
recibieron” (v. 9-11).
Juan dio testimonio de
la luz, pero no de cualquier luz, sino de la Luz Verdadera, la cual venía al
mundo. Es decir, Jesús es la luz real, ideal y genuina. El Verbo “es aquella
luz perfecta ante cuya brillantez todas las demás luces parecen casi oscuras”[1].
Cualquier otro brillo espiritual real que se haya dado entre los hombres, como
en el caso de los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento, no era más que
el débil e imperfecto reflejo de la Luz verdadera, la cual había estado
eternamente en el Seno del Padre, y ahora se aprestaba a morar entre los
hombres.
“Que alumbra a todo hombre”. El propósito de la venida del Verbo a
esta tierra era iluminar el corazón humano para salvarlo de la enemistad con
Dios a través de su muerte en cruz. Jesús, como luz, alumbra en medio de las
tinieblas espirituales del corazón humano y le muestra la gracia y la bondad de
Dios para que crea en él y así pueda ser salvo. Alumbrar es dar conocimiento,
pero éste puede ser interno o externo. Ahora, Juan dice que la luz del Verbo
ilumina a todo hombre, ¿qué significa esto? Se han dado muchas posibles interpretaciones,
algunas muy alejadas del contexto y de las claras doctrinas que enseña Juan en
su evangelio. Algunos creen que Juan está afirmando que Cristo ilumina
espiritualmente a todos los hombres que habitan la tierra, de tal manera que
cada uno de ellos puede mirar dentro de su corazón y encontrar la verdad; pero
esta interpretación contradice lo que Juan sigue diciendo en el verso que
continúa. Considerando el contexto del evangelio podemos interpretar este
pasaje según lo hace el experto comentarista William Hendriksen: “Cristo
ilumina a todo hombre que oye el evangelio; es decir, imparte un cierto grado
de comprensión en los asuntos espirituales (que no resulta necesariamente en la
salvación) a todos aquellos a cuyos oídos y mentes llega el mensaje de
salvación. La mayoría, no obstante, no responde favorablemente. Muchos de los
que tienen la luz prefieren las tinieblas. Algunos, sin embargo, debido
completamente a la gracia soberana y salvadora de Dios, reciben la palabra con
la debida actitud de mente y corazón, y obtienen la vida eterna”[2].
Ejemplo de ello son
Judas y Pedro, dos discípulos de Cristo. Ambos fueron iluminados por las
Palabras y obras de Cristo, ellos escucharon el evangelio de Cristo, vieron su
luz; pero uno creyó y el otro no ¿Por qué? Porque no sólo se necesita ver la
luz, también se requiere de la gracia soberana de Dios obrando internamente en
el corazón del que ve, para que no sólo vea sino que ame lo que ve. El objetivo
de la luz es que todos crean, pero no
todos van a creer. Este es otro concepto muy claro en todo el evangelio de
Juan. No se trata de que la luz de Cristo no sea suficiente para convencer al
alma, sino que a Dios le ha placido diseñar un plan de salvación donde no sólo
se requiere que la luz alumbre, sino de ojos capacitados por el Espíritu Santo
para que aprecien, disfruten y acepten esa luz. Los judíos vieron la luz que
irradiaba Jesús a través de sus señales, pero, aunque ellos vieron, no
quisieron creer: “Pero a pesar de que
había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él” (Juan 12:37).
¿Por qué si la luz les alumbró no creyeron?, Juan responde usando el Antiguo
Testamento: “Por esto no podían creer,
porque también dijo Isaías: Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón;
para que no vean con los ojos, y entiendan con el corazón, y se conviertan, y
yo los sane” (v. 39-40). La luz alumbra a todos los que oyen el evangelio,
pero sólo creerán aquellos en los cuales obre la gracia de Dios, el resto
rechazará la luz que los ojos ven, como sigue diciendo Juan.
“En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le
conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (v. 10-11). Aunque
la luz venía al mundo, es decir, aunque pronto se manifestaría al mundo la Vida
y la Luz de los hombres, el mundo no lo iba a recibir, porque no lo conoció. La
característica común de todo el tiempo en el cual Jesús estuvo desarrollando su
ministerio en Israel fue que su propio pueblo, el que conocía las profecías del
Antiguo Testamento, un pueblo que se consideraba experto en descifrar las
señales de los tiempos; no tuvo la capacidad de reconocer la llegada de la Luz
Verdadera, del Mesías prometido.
Jesús, el Verbo, no era
cualquier hombre; él era el Creador, el sustentador de todo; y esto lo demostró
a través de las señales que hizo, pero su propio pueblo, Israel, ese pueblo que
él escogió desde antes de la fundación del mundo para que fuera posesión suya,
ese pueblo al que él acompañó durante su peregrinar en el desierto, ese pueblo
del cual él fue la roca que les dio de beber, el maná que descendía del cielo,
el ángel de Jehová que los defendía, la serpiente de bronce que los sanaba, el
cordero que se sacrificaba para el perdón de los pecados, la pascua verdadera
que los alimentaba, el pastor que los guiaba; a pesar de que Jesús se les
manifestó de tantas maneras para bendecirlos y constituirlos en un pueblo, ese
pueblo amado, que debía recibirlo con los honores más altos, dándole la gloria
y la alabanza sin cesar; ese pueblo, que representaba a la humanidad entera le
dio la espalda, no lo pudo reconocer, y lo despreció hasta la muerte. Con razón
el profeta Isaías ya había denunciado a Israel ante el resto de la creación por
su incredulidad e incapacidad de reconocer a Su propio Dios: “Oíd, cielos, y escucha tú, tierra; porque
habla Jehová: Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí. El
buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no entiende,
mi pueblo no tiene conocimiento” (Is. 1:2-3).
“En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le
conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (v. 10-11). “El mundo”, éste es otro de los términos
más importantes en el evangelio de Juan. Como dijimos anteriormente, en su
prólogo Juan adelanta los grandes temas de su evangelio a través de palabras
claves. Algunas de éstas ya han sido tratadas: Verbo, vida, luz, tinieblas.
Testimonio; y ahora menciona otra palabra clave: mundo (kosmos). Usualmente la palabra mundo en Juan no se refiere a
las plantas o los animales, o al espacio o al planeta; sino a las personas.
Israel representaba al mundo, e Israel no lo conoció. En muchas ocasiones Juan
también habla del mundo como los incrédulos o el mundo de maldad y oposición a
Dios.
“Conocer” no sólo se refiere al acto de comprender, sino de
reconocer como propio. Juan presentará en su evangelio la constante
contradicción entre el mundo pecador e incrédulo y Cristo, además demostrará la
declaración que hace en este pasaje: “a
lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”, es decir, él vino a su mundo,
a su pueblo, a su familia, a sus íntimos; pero ellos no le recibieron: Los
hermanos de Cristo, los que vivían en su propia casa y podían ver más de cerca
la luz, no creían en él (7:5); Los judíos intentarán en muchas ocasiones
apedrear a Cristo por las declaraciones que hacía sobre su divinidad y
eternidad con el Padre; los líderes religiosos de Israel le contradecían, le
ponían asechanzas y procuraban matarle porque él hacía muchas señales y la
gente estaba creyendo en él: “Entonces
los principales sacerdotes y los fariseos reunieron el concilio, y dijeron:
¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchas señales” (Juan 11:47). El
mundo había matado a los profetas que el Verbo envió desde el principio para
dar testimonio de la luz, y había matado al último y gran profeta, Juan el
Bautista; ahora el Padre envía al Hijo, al Verbo encarnado, y aun siendo el
dueño del universo y el sustentador de la vida de los hombres, ellos, cual los
viñadores malvados de Lucas 20:14 no le dieron la bienvenida, lo rechazaron y
lo mataron. ¡Cuán malvado es el corazón humano!
En todo esto Juan nos
presenta a la masa de hombres que habitan el mundo como una raza caída en
pecado y rebelde contra Dios. El corazón del hombre está depravado, dañado y
endurecido, de tal manera que aunque la Luz se les reveló de manera visible,
ellos no quisieron verla ni seguirla; prefirieron andar en la oscuridad
pecaminosa de su obstinado corazón. Juan, en su evangelio, ejemplifica de
muchas maneras la doctrina de la depravación total humana. En el hombre, cuando
cayó en Edén, no quedó ningún bien espiritual que lo llevara a apreciar la
belleza de la santidad de Dios o que le llevara a amarlo o aceptar sus ofertas
de amor. Se requiere de una obra especial de la gracia divina para que podamos
responder positivamente ante su misericordia.
Pero, mientras la
mayoría no lo conoció, y por lo tanto, lo despreció, hubo otro grupo de
personas que hicieron lo contrario: lo reconocieron, lo vieron, lo amaron, le
creyeron y lo aceptaron. Este es nuestro tercer punto.
c. La aceptación del
testimonio. “Mas a todos los que le
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos
de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni
de voluntad de varón, sino de Dios” (v. 12-13).
Este es uno de los
pasajes centrales de todo el Evangelio de Juan y uno de los más memorizados por
los cristianos, y esto con justa razón, pues, contiene una de las declaraciones
más poderosas y consoladoras para el alma humana atribulada en la miseria de la
densa oscuridad que le aqueja a causa del pecado. Juan nos ha presentado un
cuadro sublime respecto a la persona y misión del Mesías. Él es el Creador, el
Verbo, la Luz, la Vida; venía a este mundo para irradiar la gloria de Dios y
salvar con su muerte a todo aquel que crea en él; fue testificado y anunciado
por el más grande profeta que jamás haya existido; también fue testificado por
sus señales, por Dios el Padre y por una cantidad de pruebas fehacientes e
indubitables; pero la constante humana fue rechazarlo, desconocerlo y
despreciarlo; atrayendo así la más cruel condenación, la ira de Dios y el
juicio eterno sobre sus almas.
Pero, ahora, Juan
cambia el panorama y nos muestra los gloriosos, perdurables y gozosos resultados
que produce en el alma humana el creer de corazón sincero que Jesús es todo lo
que Juan nos ha dicho. “Mas a todos los
que le recibieron” o “a tantos como
le recibieron[3]”,
es decir, toda persona que deposita su confianza en él, que cree lo que él dijo
ser, que depende de él para su salvación, que puede ver la luz y la vida que
hay en Cristo, que puede aceptar lo que Juan el Bautista dijo de él, que lo
puede aceptar como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; todo el
que puede hacer esto, es sacado de la oscuridad hostil del pecado donde Satanás
es el dios y padre; y es pasado a la excelsa, gloriosa y dichosa posición que
cualquier mortal pueda desear, es decir, recibe la autoridad de ser constituido
hijo de Dios. Para Juan el mundo representa a los incrédulos y desobedientes,
en cambio, hay otra clase de personas, los hijos de Dios, como él dice en 1
Juan 2:17 “Y el mundo pasa, y sus deseos;
pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”.
Recibir y creer son dos
conceptos fundamentales en todo el libro de Juan, pues, este es el fin de la
predicación del evangelio, que todo el que escucha crea en él y así sea salvo: “Porque las palabras que me diste, les he
dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y
han creído que tú me enviaste” (17:8). Juan también nos mostrará que no
todo aquel que dice creer en él o que le recibe, realmente está creyendo en él;
pues, hay una fe falsa.
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios“. “Todos”,
es una bendita palabra que llena de esperanza al más miserable pecador en
cualquier lugar, rincón o posición social del planeta. No importa si es judío o
gentil, blanco o negro, hombre o mujer, adulto o niño, educado o ignorante,
rico o pobre, alto o bajito; todo el que acepta el testimonio sobre Jesús y
cree en él de corazón sincero, recibiendo su luz salvadora y aceptando su
sacrificio en la cruz para la reconciliación con Dios; recibe el derecho de ser
constituido hijo de Dios.
“Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. “Les dio”, este es un don de la gracia de
Dios, esto no se gana ni se compra, es gratis, como todo lo que viene de la
mano misericordiosa del Padre. La salvación es un don del cielo, y ésta se le
da a todos los que creen en el Verbo hecho carne. Gracias a Dios que la
salvación es un don, pues, siendo que ésta implica la eternidad en comunión y
disfrute con Dios, ninguna criatura podría jamás ganar ese derecho, pues,
nuestra imperfección frente a la perfección de Dios nos distanciaría de él, así
como el Este se encuentra distanciado del Oeste. “Potestad”, es decir, el derecho, el privilegio, el honor o la
dignidad de llegar a ser hijos de Dios. Cristo nos da el derecho de llegar a
ser hijos de Dios, porque él ganó ese derecho para nosotros al humanarse y
morir en la cruz; por lo tanto “ahora
somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos
tal como él es” (1 Juan 3:2).
Hijos de Dios, no sólo
por adopción, sino por regeneración. En algunas ocasiones el apóstol Pablo usa
el término vios para referirse a los
hijos de Dios, pero aquí, Juan usa el término griego Tékna “Uno llega a ser vios
por adopción, pero se llega a ser teknon
por regeneración y transformación. Pablo hace uso de ambos términos para
describir a los creyentes como hijos de Dios. El sustantivo que Juan usa para
este propósito proviene de tikto,
engendrar. Para él la salvación es la comunicación de vida, el ser engendrado
de Dios, de forma que se llegue a ser hijo
suyo (1 Jn. 2:29; 3:9). A causa del hecho de ser nacido de Dios el hombre es
transformado según la semejanza de Dios”[4].
Es importante tener en
cuenta que la frase en griego tiene el sentido de “llegar a ser hijos de Dios”, es decir, aún no es un acto acabado,
está en construcción. En el momento en el cual creemos en Cristo recibimos el
derecho de ser hijos de Dios, somos ya hijos de Dios; pero hay un sentido en el
cual todavía no se ha manifestado completamente esta verdad; aún esperamos la
segunda venida del Verbo para que seamos perfeccionados y entonces se
manifestará de manera completa y perfecta nuestra condición como hijos de Dios.
Es por eso que el mismo Juan nos insta a perfeccionarnos constantemente, a
parecernos más y más a Dios, pues, los hijos se parecen a los padres: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no
se ha manifestado lo que hemos de ser, pero sabemos que cuando él se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo
aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica así mismo, así como él es
puro” (1 Juan 3:2-3).
“Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de
voluntad de varón, sino de Dios”. En el verso 13 Juan también adelanta una
de las grandes doctrinas que ejemplificará en su evangelio, es decir, la verdad
del nuevo nacimiento. Nadie puede ser reconciliado con Dios, entrar en Su reino
glorioso, si primero no nace de nuevo. En Juan 3 encontraremos la más clara
enseñanza sobre esta doctrina, pero, mientras tanto, Juan dice que todo el que
recibe el derecho de ser constituido hijo de Dios, es porque ha nacido
sobrenaturalmente de Dios. Para ello Juan usará tres declaraciones negativas:
No de sangre, no de voluntad de carne, no de voluntad de varón. Las tres hacen
resaltar el hecho de que en ningún sentido los creyentes deben su nacimiento o
situación espiritual a causas físicas o biológicas.
“No de sangre”, es decir, los verdaderos hijos de Dios no deben su
origen a una ascendencia física o abolengo distinguido, por ejemplo, no es por ser descendientes de
Abraham según la carne (No los que son
hijos según la carne son los hijos de Dios. Romanos 9:8).
“Ni de voluntad de carne”, es decir, nadie puede nacer como hijo de
Dios por el deseo carnal o el impulso sexual de nadie, ni por una decisión,
proposición o determinación de la mente.
“Ni de voluntad de varón”. No es por el instinto procreativo del
hombre, ni por lo que otro ser humano pudiera determinar, ordenar o hacer. Aunque
los predicadores del evangelio deben presentarlo de una forma clara y
convincente, por muy hábiles que sean en hacerlo, nunca conseguirán la
conversión de una sola alma, al menos que los que escuchan nazcan de Dios y sean
capacitados para responder afirmativamente al evangelio.
Aplicaciones:
Hemos aprendido que
Jesús vino para iluminar o dar conocimiento a todo hombre que escucha el
evangelio. Tú has escuchado el evangelio, has recibido cierta luz y
conocimiento. Él vino para iluminarte. Tú eres un ignorante de Dios, no lo
conoces. Jesús vino para que lo puedas conocer y tengas así la vida eterna. Si
crees que conoces los asuntos espirituales verdaderos, pero no tienes a Cristo,
te engañas. De la única manera que podrás tener el verdadero conocimiento es si
conoces y aceptas a Jesús. Todos los predicadores y los creyentes, vivimos
mucho tiempo en ignorancia, pero un día la luz se manifestó a nuestras vidas, y
ahora tenemos el conocimiento salvador de Jesús. No importa si no tienes
educación intelectual, esto es algo espiritual y sobrenatural. Si crees en
Cristo tendrás el conocimiento más grande e importante de todo el mundo. Los
científicos, los filósofos, los médicos, los ingenieros y muchos teólogos;
todos ellos tienen vastos conocimientos de algunos aspectos de las ciencias;
pero si no tienen a Cristo como su Dios y Salvador; su conocimiento es vano
respecto a la eternidad y son ignorantes de la verdad más importante que todo
hombre debe conocer. ¿Quieres ser sabio para con Dios? Cree en Cristo y síguele
de corazón sincero.
El mundo de
incredulidad no conoció a Jesús porque tienen dos problemas, uno espiritual y
otro moral. El mundo no lo reconoció no porque él fuera un extraño, pues, él es
su creador; más si porque el mundo era extraño para él. Este mundo suyo, se
había apartado de su Ley y ahora amaban la maldad y odiaban la santidad. Esa es
la razón por la cual tú no puedes recibirlo: estás habituado a la mentira y a
la maldad. Pero hoy has conocido de su propósito salvador. Ven a él y salvo
serás. Tu corazón habituado a la oscuridad del pecado, amará la luz y andarás
en santidad.
Ser nacido de Dios es
experimentar el más profundo cambio. 2 Pedro 1:4 dice que los creyentes han
venido “a ser participantes de la
naturaleza divina”. Un nuevo ADN espiritual nos ha sido dado, hemos
recibido un nuevo principio y un nuevo poder interior. Tenemos nuevos y santos
deseos y una nueva perspectiva sobre la vida y la eternidad. Ser nacido de Dios
no significa que hemos resuelto todos nuestros problemas o que nuestras
tendencias pecaminosas han sido removidas totalmente. Pero sí significa que
hemos recibido la habilidad y el deseo espiritual para conocer a Dios, para
adorarlo y para hacer su voluntad. ¿Has nacido de Dios? ¿Eres hijo de Dios?
Entonces tienes la simiente de Dios en ti y es tu deber hacer que ese amor y
obediencia hacia su Palabra y mandamientos crezca más y más, de tal manera que
andes en este mundo com un testimonio de que el Verbo vino a lo suyo, y aunque
muchos no le recibieron, sus hijos, los elegidos, ellos sí le recibieron y
ahora son hijos de Dios.
¿Eres hijo de Dios?
¿Has nacido de nuevo? ¿Tienes en tu vida las marcas que acompañan al nuevo
nacimiento: convicción de pecado, fe en Jesucristo, amor a los demás, una vida
de justicia y separación del pecado? Nunca te des por satisfecho si no puedes
dar una respuesta satisfactoria a estas preguntas.
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