Un
prólogo sublime. El Verbo: Desde Su eternidad hasta Palestina
Juan
1:1-18
La
gloria única del Verbo encarnado (v. 15-18)
Por Julio C. Benítez
Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín
Introducción:
Hemos llegado a la
conclusión o parte final del prólogo escrito por Juan en Su evangelio. Hemos
dicho que en esta introducción el apóstol adelanta los grandes temas que
desarrollará en su evangelio a través de las señales y discursos de Jesús que
presentará, y algunos hechos relacionados con su vida.
Juan nos mostró que
este Jesús, de quien hablará en su Evangelio, aunque es un hombre en todo el
sentido de la Palabra, es más que eso, él es Dios eterno hecho carne; y como
tal, debe ser adorado y creído.
Juan nos reveló la
gloria del Verbo como Hijo eterno con el Padre, como Creador, como fuente
original de la vida, como la luz reveladora de la verdad que nos reconcilia con
Dios. También nos acaba de mostrar la gloria del Verbo al vestirse de carne y
de debilidad humana.
Pero, ahora, en los
versos 15 al 18 Juan concluirá su hermoso canto introductorio remarcando
algunos aspectos que hacen a Jesús único, único en su gloria, único en su
persona, único en su plenitud, único en los recursos que trae. Escuchemos a
Juan y aprendamos a adorar y confiar en el Jesús que nos revela la Biblia. Para
una mejor comprensión de estos pasajes lo estructuraremos de la siguiente
manera:
1. Gloria única en su
persona. v. 15
2. Gloria única en su
provisión. v. 16
3. Gloria única en sus
recursos. v. 17
4. Gloria única en su
revelación. v. 18
1.
Gloria única en su persona. 15. “Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Éste es de quien yo decía:
El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo”.
Era imposible ver a
Jesús, el Verbo encarnado, aunque velando su gloria en cuerpo débil de carne, y
no reconocer que él era grande, que no había ningún otro hombre como él. Ante
su gloria moral única los hombres más santos inclinaban su rostro y caían en
una profunda humillación. Ejemplo de ello es Juan el Bautista, este era el
hombre, hablando espiritualmente, más grande de su tiempo; un verdadero profeta
Antiguotestamentario, de quien el ángel dijo: “Porque será grande delante de Dios…. Y será lleno del Espíritu Santo,
aun desde el vientre de su madre” (Lc. 1:15). Juan fue reconocido como
profeta de Dios por la generación de su tiempo, miles de personas creían en su
mensaje de arrepentimiento, incluso, su voz se escuchaba en el palacio del Rey,
pues, el bautista denunciaba la perversión que se vivía dentro de la realeza.
Fue un gran hombre, un gran profeta, en él se resumía la profecía del Antiguo
Testamento; pero, a pesar de todos estos honores que se le pueden otorgar,
cuando él se ve frente al Verbo encarnado, no le queda otra opción más que
inclinar su rostro y reconocer, a gritos ante el pueblo (esto es lo que
significa clamó), que éste es mucho e
infinitamente más grande que él: “Éste es
de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era
primero que yo”.
Juan había nacido, por
lo menos, seis meses antes que Cristo; su ministerio había empezado antes que
el del Salvador; Juan era mayor que Cristo en edad; pero él decía a la gente
algo que ellos no podían comprender: después
de mí viene uno que antes de mí. Parece un acertijo, y realmente lo es,
pues, he aquí un misterio que pocos han podido entender. Y esta revelación es
lo que hace a Juan el profeta más grande que haya existido, pues, él recibió el
conocimiento sobrenatural del Espíritu Santo sobre la preexistencia de Cristo y
su eternidad con el Padre. A veces subestimamos el ministerio del Bautista,
pero la Biblia nos deja ver que realmente este fue un gran profeta, con un
mensaje evangélico que, incluso hoy día, muchos que se llaman cristianos no lo
pueden comprender; él recibió revelaciones profundas de la persona y ministerio
de Cristo, que los discípulos mismos, los cuales anduvieron con él durante tres
años, no lo alcanzaron a entender sino hasta cuándo Él resucitó y ascendió a
los cielos. Juan recibió la revelación de que Jesús, su pariente, aunque nació
de María en el siglo I, era desde antes. Juan comprendió que, a pesar de toda
la grandeza que él haya tenido, la santidad con que haya vivido, el poder de su
predicación y los abundantes frutos de conversión; él no era más que un hombre;
pero el Verbo encarnado es Dios viviendo entre los hombres.
Cuando Juan el Bautista
se doblega ante Cristo y reconoce en Él la superioridad que sólo puede tener el
Dios verdadero, es todo el Antiguo Testamento el que se doblega con él. En esto
consistió el ministerio de Juan, exaltar a Cristo y presentarlo como el único
medio de salvación y digno de adoración. Este es el ministerio de todo
verdadero predicador, hablar de Cristo, seguir hablando de Cristo y no cesar de
hablar de Cristo. El predicador no se centra en sí mismo, en sus logros, en sus
bendiciones, en sus estudios, en sus capacidades o en cuánto lo quiere la
gente; él solo quiere que todos pongan sus ojos en Cristo.
2.
Gloria única en su provisión. “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (v.
16). Esta declaración es una de las más consoladoras que la Biblia tiene, pues,
aquí, el Espíritu Santo revela a Su pueblo que “todos los que creemos en Jesús
hemos recibido una abundante aportación de todo lo que nuestras almas necesitan
del repleto almacén que reside en Él… Es de Cristo, y de Él solo, que recibimos
lo necesario para todas nuestras necesidades espirituales”[1]. La
palabra traducida como plenitud es pleroma,
es decir, en Jesús se encuentra la suma total de lo que hay en Dios.
Jesús tiene una
plenitud de todas las bendiciones espirituales que necesitamos. No hay una
circunstancia que esté más allá de su capacidad para proveer. Juan nos mostrará
esta verdad, incluso en cosas que no parecen espirituales, por ejemplo, cuando
el vino faltó en las bodas de Caná, Jesús tenía la plenitud para proveer una
abundancia de la máxima calidad del vino para la fiesta. Cuando él se encontró
con la mujer adúltera, avergonzada por su pecado, Jesús suplió su necesidad
produciendo en ella el nuevo nacimiento. El hombre que había sido inválido
durante 38 años, encontró en él la salud de su cuerpo. Cuando una vasta
multitud que lo escuchaba en el desierto tuvo hambre, él suplió su necesidad a
través de cinco panes y dos peces. El hombre que nació ciego, encontró en él la
vista. Ni siquiera la muerte se opuso a su plenitud, pues, cuando Lázaro llevaba
cuatro días de muerto, Jesús le dio de su plenitud y resucitó de entre los
muertos. Solo en estos pocos milagros vemos que Jesús es la fuente del gozo
excelso, de nuestro perdón y restauración, de la vida, del sustento, de la
verdadera visión y la resurrección.
El evangelio de Juan
registra todos estos milagros, a los cuales llama “señales”, como una prueba de
su naturaleza divina, es decir, que el Verbo, siendo Dios y hombre, puede
suplir todas las necesidades con su infinita, todopoderosa y divina vida; y
especialmente, con su inescrutable amor por nosotros los que creemos. En Jesús
hay una plenitud, un tesoro ilimitado, donde el pecador puede encontrar todo lo
que necesita, ya sea en el tiempo o en la eternidad, el apóstol Pablo también
habló de esta consoladora verdad cuando dijo con contundencia: “Por cuanto agradó al Padre que en él
habitase toda plenitud” (Col. 1:19); “Para
que sean consolados sus corazones, unidos en amor, hasta alcanzar todas las
riquezas de pleno entendimiento, a fin de conocer el misterio de Dios el Padre,
y de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del
conocimiento” (Col. 2:2-3).
“Porque de su plenitud tomamos todos”, es decir, todos los que han
recibido alguna bendición de la gracia, desde el primer hombre hasta el último
que habite este planeta, se debe a la plenitud de Cristo. Aunque los santos del
Antiguo Testamento vieron a Cristo desde lejos, a través de sombras, ellos
bebieron de la plenitud del Verbo; si alguien se convirtió, si alguien creció
en santidad, si alguien recibió dones de la gracia, si alguien amó
verdaderamente, si alguien perdonó, si alguien disfrutó de la presencia de
Dios, si alguien fue sanado, si alguien se gozó en el consuelo celestial; todo
eso se debió a que Cristo fue la fuente para ello. Un día, cuando podamos ver
las cosas como son, nos daremos cuenta que somos totalmente deudores de Cristo,
pues él es todo en todos.
“Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”. ¿En
qué sentido los creyentes toman gracia sobre gracia de Jesús? Esta es una
declaración de la abundancia inagotable que sólo puede proceder de Aquel es
misericordioso y bondadoso para con su pueblo: Gracia sobre gracia, es decir,
Cristo nos da gracia, y luego, da más gracia, y luego, pone más gracia, y
luego, derrama más gracia. Esto es lo que significa la palabra griega anti (sobre), poner algo sobre algo sin
nunca acabar. Los creyentes nunca dejaremos de recibir la gracia de Cristo.
Cuando nos sentimos agotados por nuestros pecados y debilidades, y pensamos que
todo está a punto de acabar, Jesús nos sorprende con más abundante gracia para
levantarnos de nuestra postración y conducirnos a una vida de abundancia
espiritual. Y cuando hemos visto su gracia bendiciéndonos en un aspecto, él nos
sorprende con más gracia para suplir otros elementos de nuestra vida, y cuando
todavía no hemos salido de esta perplejidad, el Señor nos envía más gracia. ¡Bendito
sea nuestro gracioso salvador! “Cuando una gracia ha sido dada, hay otra gracia
lista para nosotros en su lugar”[2].
3.
Gloria única en sus recursos. “Pues
la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por
medio de Jesucristo” (v. 17). Aquí Pablo hace un contraste entre los
recursos que trajo Cristo consigo y los que daba la Ley de Moisés. Juan no
quiere minimizar la importancia de la Ley ni el trabajo que hizo Moisés en la
historia de la redención, pues, “la Ley a
la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Ro. 7:12); pero
si quiere afirmar que el Evangelio traído por el Verbo es superior en cuanto a
los recursos que ofrece, ya que la Ley tuvo un propósito preparatorio para la
venida de Cristo, como dice Ryle: “La Ley
moral, que él bajó del Monte Sinaí, era santa, justa y buena. Pero no podía
justificar. No tenía poder curativo. Podía herir pero no vendar. Podía producir
ira (cf. Romanos 4:15). Pronunciaba una maldición contra cualquier obediencia
imperfecta. La Ley ceremonial que se le ordenó que impusiera a Israel estaba
llena de profundo significado y de instrucción por medio de tipos. Sus ritos y
ceremonias la convirtieron en un excelente maestro para guiar a los hombres a
Cristo (cf. Gál. 3:24). Pero la ley ceremonial era solo un maestro. No podía
conseguir ser guardada a la perfección en cuanto a la conciencia (cf. Heb.
9:9). Colocaba un yugo muy pesado sobre los corazones de los hombres que estos
no eran capaces de llevar. Ministraba muerte y condenación (cf. 2 Cor. 3:7-9).
La luz que los hombres consiguieron de Moisés y de la Ley era en el mejor de
los casos solo luz de estrellas comparada con la luz del día”[3].
El Nuevo Testamento
presenta al Evangelio como superior a la Ley, en el sentido de que, a través de
Jesucristo y su obra perfecta, nosotros recibimos todo lo que necesitamos para
ser reconciliados con Dios, mientras que, como dijo San Agustín: “La Ley
amenazaba, no ayudaba; ordenaba, no curaba; mostraba, no quitaba nuestra
debilidad. Pero fue una preparación para el Médico, quien vendría con la gracia
y la verdad”[4].
Pero, dice Juan, lo que
la Ley de Moisés no pudo dar de manera plena, Jesús, el Verbo, lo trajo
consigo, y de manera abundante. Siendo él el Hijo que estaba en el seno del
Padre, entonces él y solo él podía traer
a los hombres la expresión completa de la gracia y la verdad. Ya hemos visto algo
sobre el tema de la gracia, pero, respecto a la verdad, Jesús es la encarnación
de la misma, porque él es la realidad a la cual apuntaban todas las sombras de
los tipos en el Antiguo Testamento. Él es el verdadero tabernáculo, el
verdadero altar, el verdadero cordero que quita el pecado, el verdadero Josué,
el verdadero sacerdote, el verdadero templo; en fin, él es la verdad porque en
él se cumple todo lo anunciado sobre el Mesías por los profetas
antiguotestamentarios. Él nos trajo la verdad porque él nos revela al Padre, como
veremos en el siguiente punto. Ahora podemos conocer todo lo que Dios quiso
revelar de sí mismo, solo a través del Hijo, es por eso que él dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”
(Juan 14:9).
Esto no significa que
bajo la antigua dispensación marcada por la Ley de Moisés no hubo gracia ni
verdad, claro que sí, todos los que fueron salvos lo deben a la gracia
perdonadora de Dios, y no a la obediencia de la Ley; también hubo verdad, pues,
las sombras tomaban prestado de la verdad que se revelaría en Cristo; las
sombras no eran mentira, eran un adelanto difuso de la realidad, “pero toda la
gracia de Dios y toda la verdad acerca de la Redención nunca fueron conocidas
hasta que Jesús vino al mundo y murió por los pecadores”[5].
4.
Gloria única en su revelación. “A Dios nadie le vio jamás; el Unigénito hijo, que está en el seno del
Padre, él le ha dado a conocer” (v. 18).
Aunque los hombres
quisieran tener una visión de la divinidad, poder mirar algo de él que les
permita tener la certeza de que realmente existe, la Biblia es clara en afirmar
que a Dios nadie le vio jamás. “Dios es espíritu”, dijo Cristo, por lo tanto,
no puede ser visto por el ojo humano. Moisés fue uno de los hombres más
cercanos a Dios que ha pisado esta tierra, y pudo haber sido uno de los más
capacitados para ver a Dios, pero, en la oportunidad más cercana que tuvo de
poder verlo, se le dijo: “No podrás ver
mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá” (Éx. 33:20). Nunca nadie
pudo verlo. Pero el hombre continuaba experimentando la necesidad de mirarlo,
de conocer cómo es él. Puede que alguien diga “pero en el Antiguo Testamento se
nos dice que Dios se apareció a algunos”, bueno, a esto se debe responder,
siempre que en el Antiguo Testamento se da una teofanía (aparición visible de
Dios), es una manifestación velada, no del Padre, sino de la Segunda Persona
preencarnada.
A través de la creación
podemos conocer la revelación general de Dios, como dice Pablo en Romanos “Porque las cosas invisibles de él, su eterno
poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo,
siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (1:20); y el salmista
afirma “Los cielos cuentan la gloria de
Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19:1). Esta es la
revelación general de Dios, y nadie tiene excusas delante de él para afirmar
que no lo ha podido ver, pues, se puede ver su poder a través de la creación; y
Dios espera que todo aquel que vea lo adore. Pero Dios, que es tan
misericordioso, decidió revelarse de una manera personal y cercana al hombre,
velando su gloria en un cuerpo de carne, de tal manera que no muramos en el
acto.
“El
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre”. Solo Jesús puede ser quien
revela de manera suficiente y salvadora al Padre, porque él es el monegenes, es decir, el único Hijo, de
su misma esencia; quien tiene la imagen del Padre; precisamente, porque es su
hijo, porta su misma esencia.
Jesús, el Verbo, puede
manifestar de manera fiel al Padre porque
él y solo él lo ha visto en su gloria y plena majestad. Ni siquiera los
ángeles lo han visto así, pues, la gloria del Creador los consumiría. “Él,
durante el tiempo de su ministerio terrenal aquí… ha revelado la sabiduría de
su Padre, su santidad, compasión, poder, odio al pecado y amor a los pecadores
de la mejor manera posible. Ha traído a la clara luz el gran misterio de cómo
Dios el Padre puede ser justo y, no obstante, justificar al impío”[6].
Es interesante notar
que Juan nos dice que el Verbo ha dado a “conocer” al Padre, es decir, hace una
exposición de él, es el que lo interpreta. La palabra griega usada por el autor
es la raíz de “exégesis”. La mejor exégesis del Padre nos la da el Hijo, él lo
interpreta.
El Verbo y el Padre han
compartido por siempre la misma esencia y la misma gloria; por lo tanto, cuando
el Verbo baja a esta tierra y toma la carne por morada, los hombres tienen la
oportunidad de ver la gloria de Dios, la gloria moral, la gloria espiritual. Jesús
nos revela todo aquello que nuestras mentes pueden recibir y comprender sobre
el Padre; no es una revelación completa de Su gloria, mas si, suficiente para
nuestra salvación. “En las palabras, hechos, vida y muerte de Cristo aprendemos
respecto a Dios el Padre todo lo que nuestras débiles mentes pueden comprender
en el presente. Su sabiduría perfecta, su poder supremo, su indecible amor a
los pecadores, su incomparable santidad, su odio al pecado nunca podrían haber
sido representados ante nuestros ojos de forma más clara que como lo vemos en
la vida y muerte de Cristo”[7].
No hay otro
intermediario eficaz entre Dios y los hombres sino sólo Jesucristo, porque solo
él, siendo Dios, tiene la capacidad de estar frente a frente con el Padre y
presentar nuestras oraciones. Él es el unigénito que está en el seno del Padre, es decir, está unido íntimamente a
él en todas las cosas. Todo aquel que busque otro camino para llegar a Dios es
un ignorante y nada sabe. Ningún santo del Antiguo Testamento, ningún apóstol
del Nuevo Testamento, ningún mártir de la iglesia, ni ángeles ni arcángeles, ni
la virgen María; nadie puede ver a Dios de la manera como Cristo lo puede
hacer; por lo tanto, si necesitamos de alguien que presente nuestras plegarias
ante el Padre, acudamos a Cristo y sólo a él.
Aplicaciones:
El hombre siempre ha
buscado alguien que sea su norte espiritual, su guía, quien le ofrezca
dirección y consuelo en su vida. Es por esa razón que surgen muchos gurús,
chamanes, líderes espirituales a los cuales llaman sacerdotes, profetas,
apóstoles, entre otros. Estos hombres, por lo general, se aprovechan de esta
necesidad espiritual sentida por el género humano, pero es poco lo que pueden
ofrecer. Tal vez les dan optimismo, positivismo, entusiasmo; ritos, música y
ceremonias acompañadas de fuerte contenido emocional; pero, esto es sólo
pasajero, y el alivio que dan es efímero y vacío. Solo Cristo, quien es
Dios-hombre, el que murió y resucitó y ahora vive en la presencia del Padre,
puede dar el sentido verdadero, trascendental y real a la vida humana. Los
verdaderos siervos de Dios, los verdaderos guías espirituales, no llevarán a
las personas a poner la mirada en sus vidas o ministerios, sino en Jesús. Los
pastores y siervos de la iglesia no tienen otro propósito, no buscan que sus
nombres resalten, que la gente ame su ministerio, que los vean por internet, o
que compren sus libros; no, si son verdaderos siervos del Señor, propenderán, a
tiempo y fuera de tiempo, que sólo se centren en Cristo, el único, el Salvador,
el que es superior a todos, y el que antes que todos.
Hemos aprendido sobre
la inagotable gracia de Cristo, la cual nos es dada de manera continua, una
gracia tras otra gracia. ¿Por qué se necesita una gracia tras otra gracia? Por
nuestras variadas situaciones, las cuales requieren diferentes clases de
gracia, y todas ellas pueden ser halladas en Cristo. “La gracia de Cristo toma
muchas formas. Él nos da fe, nos conforta con paz, nos anima con esperanza, nos
alienta con gozo, y nos inspira con amor”[8].
Debemos adorar a nuestro Verbo encarnado y depender totalmente de él porque
tiene una gracia especial para cada situación nuestra, como dice William
Barclay: “Necesitamos una gracia en los
días de prosperidad, y otra en los días de adversidad. Necesitamos una gracia
en los días primaverales de la juventud, y otra cuando se empiezan a dilatar
las sombras de la edad. La iglesia necesita una gracia en los días de
persecución, y otra cuando llegan los días de tolerancia. Necesitamos una
gracia cuando nos sentimos en control de la situación, y otra cuando estamos
desanimados, deprimidos y casi desesperados. Necesitamos una gracia para
soportar nuestras propias cargas, y otra para sobrellevar los unos las cargas
de los otros. Necesitamos una gracia cuando estamos seguros de las cosas, y
otra cuando nos parece que ya no nos queda nada en el mundo”[9].
¿Confías así en Cristo? Él es todosuficiente para tu necesidad.
Juan nos ha mostrada la
grandeza única del Salvador, quien revela al Padre a través de Su persona.
Jesús es lo máximo, digno de toda adoración. Nunca nos excederemos en darle
gloria a su persona, como dice Ryle “Y Ahora, después de leer este pasaje,
¿podemos honrar en demasía a Cristo? Hagamos desaparecer este indigno
pensamiento de nuestras mentes para siempre. Aprendamos a exaltarle más en
nuestros corazones y descansemos más confiadamente todo el peso de nuestras
almas en sus manos… nadie se equivoca nunca por otorgar demasiada honra a Dios
el Hijo. Cristo es el punto de encuentro entre la Trinidad y el alma pecador: “El que no honra al Hijo, no honra al Padre
que le envió” (Juan 5:23”[10].
[1]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 65
[3]
Ryle, J.C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 62
[4]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre les Evangelios. Juan 1-6. Página 67 (cintando a
Agustín de Hipona)
[5]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 63
[6]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 68
[7] Ryle,
J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 63
[8] Philips, Richard. John. Volume I.
Página 65
[10]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 64
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