He
aquí: El testimonio de Juan el Bautista
Juan
1:29-34
Introducción:
La condición espiritual
del hombre caído en su pecado es de lo más deplorable. Se encuentra sumido en
la lobreguez de sus pecados, es esclavo del mal, no puede librarse de él.
Además de tener al pecado como su amo, también es su verdugo, pues, se levanta
contra él en su conciencia y no lo deja disfrutar de paz. El ser humano puede
tener momentos de diversión y distracción, pero la punta filosa de la culpa lo
atormenta sin cesar. Además, el pecado es su peor oscuridad, lo lleva a razonar
equivocadamente y lo aleja de su propia felicidad y del propósito por el cual
fue creado. El pecado también endurece de manera creciente su corazón y le
hunde más y más en la incredulidad causada por la muerte espiritual en que se
encuentra. El hombre perdió toda sensibilidad espiritual hacia lo bueno, lo
santo o hacia Dios.
Así que la solución
para la situación espiritual del hombre debe ser integral, que incluya la
restauración de todos los aspectos de su perdición. Juan nos dirá que para eso
vino Jesús. El Cristo fue enviado a este planeta con el fin de rescatar al
hombre de su miseria y darle la solución integral para su mal.
Juan el Bautista ha
dado un testimonio completo de la misión del Salvador, de quién es él, y al
comprender este testimonio encontramos tres aspectos fundamentales para nuestra
salvación: Primero, Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado. Él murió
en la cruz para quitar de sobre nosotros la culpa, el poder y la condenación
del mal. Pero no sólo esto, Jesús nos da la provisión espiritual necesaria para
que creamos en su sacrificio y así recibamos los beneficios del mismo. Jesús
nos da la provisión espiritual para que, restituidos de nuestra maldad, vivamos
en santidad. Y, tercero, todo esto él lo puede hacer, porque es Dios encarnado.
Y siendo Dios, puede garantizar que los
beneficios espirituales recibidos a través de su obra son perfectos y para
siempre; nada podrá dañar su obra en nosotros, porque nada ni nadie podrá hacer
frente a la Soberanía de Dios.
Estos son los tres
aspectos del testimonio de Juan el segundo día del inicio de la predicación del
evangelio.
1. He aquí el Cordero
de Dios v. 29-31
2. He aquí el
Bautizador v. 32-33
3. He aquí el Hijo de
Dios v. 34
Ya hemos visto el
primer punto, ahora pasemos al segundo.
2. He aquí el
Bautizador v. 32-33 “También dio Juan
testimonio, diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y
permaneció sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con
agua, aquél me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece
sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo”.
Juan el Bautista cada
vez nos sorprende más con el conocimiento que recibió de lo alto sobre el
Evangelio y quién era Cristo. No sólo comprendió que el Mesías sufriría como
Cordero de Dios para limpiar el pecado del pueblo, sino que ahora nos asombra
con sus declaraciones sobre la relación entre el Espíritu Santo y Cristo, la
salvación y el Espíritu Santo. En estos versículos Juan nos dice dos cosas
sobre esta relación con el Espíritu Santo: primero, Jesús fue ungido con el
Espíritu, y, segundo, él bautiza a los creyentes con el mismo Espíritu.
Veamos el primer
aspecto de su declaración. Juan dice: “Vi
al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él. Y yo no
le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: Sobre
quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que
bautiza con el Espíritu Santo”. El Espíritu ungió a Cristo y reposó sobre
él ¿Por qué? ¿Si él es Dios, entonces, para qué necesita de la unción del
Espíritu?
Siendo que en Cristo se
da la unión hipostática (Dios-hombre), podemos decir de una manera clara, por
un lado, que la persona de Cristo fue ungida, en lo que se refiere al llamado
de su oficio, mientras tenemos en mente, por el otro lado, que es la humanidad
de Cristo la que es ungida para el suministro de los dones y gracias divinas,
ayudas y dotaciones, necesarias para que cumpliera con su oficio. Pero, con el
fin de conservar un sano equilibrio, es necesario agregar que el poder del
Espíritu Santo interviene, de acuerdo con el orden que hay en la Trinidad, sólo para ejecutar la Voluntad
del Hijo.
Jesús recibió la unción
del Espíritu cuando fue formalmente consagrado a su misión pública y
divinamente dotado para su obra oficial. Esto tuvo lugar en el Río Jordán
cuando fue bautizado por su precursor. Cuando Jesús emergía de las aguas, los
cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma y
se escuchó la voz del Padre testificar del infinito placer que tenía en su Hijo
encarnado (Mt. 3:16-17).
Lo primero que se
registra después de este suceso es: “Y
Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea” (Luc. 4:14). El propósito
por el cual se nos dice esto, parece ser, el de mostrarnos que la humanidad de
Cristo ha sido confirmada por el Espíritu y fue hecha victoriosa sobre el
demonio por Su poder. Por eso es que leemos
justo después de la tentación: “Y
Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea” (Luc. 4:14). Seguidamente
se nos dice que él entró en la sinagoga de Nazaret y leyó de Isaías 61: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por
cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar
a los de quebrantado corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los
ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor”,
y declaró: “Hoy se ha cumplido esta
escritura delante de vosotros” (Lc. 4:18, 19, 21).
Aquí podemos ver que
esta unción fue para dotarlo con poderes sobrenaturales para su grandioso
trabajo. El Espíritu le dotó de dones ministeriales.
Su necesidad para esta
unción se asienta en la naturaleza creada que había asumido y el oficio de
siervo que él había tomado, y también fue una certificación pública de la
aceptación de la persona de Cristo por el Padre y su iniciación en el oficio de
Mediador. Así se cumplió el antiguo oráculo: “Y reposará sobre Él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de
inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de
temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No juzgará
según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos” (Is.
11:2-3). ¡Asombrosa humillación la del Cristo! Siendo él Dios, cuando toma la
carne por morada, depende del Espíritu para cumplir su ministerio, aunque la
Tercera Persona, en el orden que hay en la Trinidad, procede de él y del Padre.
“Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues, Dios no da
el Espíritu por medida” (Juan 3:34). Esto pone de manifiesto la
preeminencia de Cristo, porque él recibió el Espíritu como ningún otro hombre
lo recibió. Observe el contraste señalado por Efesios 4:7: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la
gracia conforme a la medida del don de Cristo”. En ninguno sino en el
Mediador “habita corporalmente toda la
plenitud de la Deidad” (Col. 2:9).
La singularidad de la
relación del Espíritu con nuestro Señor la encontramos nuevamente en Romanos
8:2: “Porque la Ley del Espíritu de vida
en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”. Esta
relación no sólo nos revela la fuente de todas las acciones de Cristo sino que
una gracia, mayor que la de cualquier ser creado, habitó en Él. Realmente, hay “una
diferencia radical entre Él y cada uno de los creyentes, porque: (a) a Cristo
le fue dado el Espíritu sin medida (3:34), a nosotros, según medida (Ef. 4:7):
Como Cristo es la Cabeza de la Iglesia, posee la plenitud del Espíritu y de los
dones… en cambio, los creyentes tienen diversos dones, según el servicio que
han de ejercitar en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, pero ninguno tiene
todos los dones (v. 1 Co.12:29-30), en consecuencia, nosotros no siempre somos
conducidos por el Espíritu en todo lo que decimos o hacemos, mientras que Jesús
siempre era conducido por el Espíritu, hasta el punto de ser el único ser
humano que siempre y en todo fue dirigido invariablemente por el Espíritu
Santo, para santificarse a sí mismo y ofrecerse en sacrificio vivo al Padre, en
obediencia perfecta y constante”[1].
Habiendo entendido en
qué sentido y porqué Jesús fue ungido con el Espíritu, pasemos al segundo
aspecto que Juan nos deja ver sobre este tema: Jesús es el bautizador con el
Espíritu.
En él se cumple la
promesa de Joel 2:28-29 cuando dijo: “Y
después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros
hijos y vuestras hijas… y también sobre los siervos y las siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días”. Jesús vino para cumplir su obra redentora, y
una vez ascendió a los cielos, envió de Su Espíritu en una manera plena y
abundante como nunca se había visto, por eso él es el bautizador.
En Jesús se cumple la
promesa de Isaías 44:3 que dice: “Porque
yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida; mi Espíritu
derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos”. La
iglesia es bendecida por la presencia del Espíritu, quien, enviado por Cristo
para morar en cada uno de los creyentes, convierte nuestra natural sequedad y
aridez espiritual, en una tierra fértil, donde brotan la justicia, la rectitud,
el amor y la paz. ¡Bendito oficio el de Cristo al ser nuestro Bautizador!
Pero, también Ezequiel
anunció el advenimiento de un tiempo glorioso para el pueblo de Dios, donde
abandonarían el mero conocimiento y obediencia externa, producto de un
nominalismo religioso; y Dios mismo enviaría a su Espíritu para convertir los
corazones de piedra en sensibles corazones de carne: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis
estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:27).
Este tiempo glorioso llegó al mundo cuando el Verbo se hizo carne, murió en la
Cruz como el Cordero de Dios, ascendió resucitado a los cielos, y envió a su
Espíritu Santo. Cuando Cristo bautiza con el Espíritu, se produce un cambio
radical en nuestras vidas, y somos convertidos de hijos del diablo a hijos de
Dios, de las tinieblas a la luz, de la incredulidad a la fe, del pecado a la
santidad, del mundo a Dios, de la muerte a la vida, de la sequedad desértica a
tierra fértil. ¡Loado sea el Bautizador!
Jesús puede bautizar a
los creyentes, no sólo porque él recibió el Espíritu sin medida, sino porque
luego, cuando asciende a los cielos, victorioso y resucitado, recibe del Padre
un regalo divino: al Espíritu Santo; el cual le es dado de una manera especial
y suprema, de tal manera que Jesús puede darlo a todos los que creen en él. El
Espíritu sólo se somete a Dios, pues, él es Dios, y si el Espíritu puede ser
dado por Cristo, entonces, necesariamente él es Dios.
Para entender esta
declaración, de que Jesús es el bautizador, es necesario saber qué es el bautismo.
Juan conocía bien esta práctica, porque él mismo bautizaba a las personas en
agua. El bautismo era el sumergir o lavar en agua a la persona para la
purificación de los pecados. Juan bautizaba en el Río Jordán en un sitio donde
había muchas aguas, aguas para que las personas se sumergieran y limpiaran.
Por lo tanto, el
bautismo que Cristo da consiste en sumergir a las personas en el Espíritu
Santo, llenarlas de su poder, de su presencia santificadora y transformadora.
El Espíritu es dado por Cristo al Creyente para que tome posesión de él.
“Cuando el Espíritu toma posesión de una persona, suceden ciertas cosas. (1) Su
vida se ilumina. Viene a ella el
conocimiento de Dios y de su voluntad… Algo de la sabiduría y de la luz de Dios
ha venido a su vida. (2) Su vida se fortalece.
El conocimiento sin poder es algo desazonador y frustrante. Pero el
Espíritu nos da, no sólo el conocimiento de lo que es la voluntad de Dios, sino
también la fuerza y el poder para obedecerla. El Espíritu nos da una triunfante
idoneidad para enfrentarnos con la vida. (3) Su vida se purifica. El bautismo de Jesús con el Espíritu había de ser un
bautismo de fuego (Mt. 3:11). La escoria de cosas malas, la aleación de cosas
inferiores, la mezcla de impurezas se purifican en el crisol del bautismo del
Espíritu Santo, dejando a la persona limpia y pura”[2].
Jesús es superior a
Juan en el bautismo que ejecutan. Juan bautiza con agua, un elemento terreno y
físico; mientras que Jesús bautiza con el Espíritu Santo, la tercera persona de
la Trinidad. Como dice Ryle “El bautismo del que aquí se habla no es el
bautismo de agua. No consiste ni en la inmersión ni en la aspersión. No se
limita exclusivamente ni a los niños ni a los adultos. No es un bautismo que un
hombre pueda administrar, ya sea episcopaliano, presbiteriano, independiente,
metodista, laico o ministro. Se trata de un bautismo que se recibe
exclusivamente de manos de la verdadera Cabeza de la Iglesia. Consiste en la
implantación de la gracia en el interior del hombre. Es lo mismo que el nuevo
nacimiento. Es un bautismo no del cuerpo, sino del corazón. Es un bautismo que
recibió el ladrón arrepentido, aun sin ser sumergido o salpicado por la mano
del hombre. Es un bautismo que Ananías y Safira no recibieron, aun habiendo
sido admitidos a la comunión de la iglesia por los Apóstoles”[3].
Si bien es cierto que
todo creyente debe procurar el bautismo en agua, pues, es un mandato de Cristo
y es la señal externa y visible de nuestra profesión de fe en él; no obstante,
el bautismo esencial para nuestra salvación es el Bautismo del Espíritu. Jesús
nos bautiza en él cuando creemos por primera vez y somos regenerados. Jesús nos
sumerge en el Espíritu dándonos todas las gracias que proceden de él: La
regeneración (una nueva vida y un nuevo corazón amante de Jesús y de Su
gracia), la conversión (apartarnos de nuestro propio camino y volvernos a
Dios), el arrepentimiento (darle la espalda a nuestros pecados y confesarlos
ante Dios), los dones de la gracia (necesarios para que participemos de la
edificación de la Iglesia de Cristo), la santificación (una obra especial que
nos lleva a crecer espiritualmente con el fin de parecernos más y más a
Cristo). Todo esto nos es dado en ese bautismo efectuado por Cristo.
Muchos que fueron
bautizados en agua por Juan, o por los ministros del evangelio, irán al
infierno; pero todo el que ha sido bautizado por Jesucristo con el Espíritu,
gozará para siempre de su presencia gloriosa.
Cuando Juan dice que
Jesús es el bautizador con el Espíritu, está dando a entender que el Espíritu
no hace nada salvadoramente en las personas sino es por la obra de Cristo. El
Espíritu puede venir a las personas sólo, por y a través de la obra de Cristo.
El Espíritu está inseparablemente unido a Cristo en el plan Redentor, pues, sin
la obra de Cristo, el Espíritu no tendría nada que aplicar al creyente, pero,
cualquier cosa que el Espíritu haga en la persona, será sólo porque Cristo lo
envía para ello.
Ahora, el bautismo con
el Espíritu Santo efectuado por Jesús, no es una segunda bendición de la
gracia, como proponen algunos grupos cristianos contemporáneos, ni se trata de
la recepción especial y distintiva de los dones de lenguas; no, esta es una
obra concomitante con la conversión a través de la cual, también, somos
sumergidos en el cuerpo de Cristo, somos unidos a Él, como dice Pablo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos
bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a
todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Cor. 12:13). Por lo
tanto, somos bautizados por Cristo con el Espíritu Santo una vez, al comienzo
de nuestra nueva vida, pero el resultado de este hecho es continuo, creciente,
activo y por siempre.
3. He aquí el Hijo de
Dios v. 34 “Y yo le vi, y he dado
testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. Juan afirma, nuevamente, que
él, aunque, al principio, no sabía quién era el Mesías, por las señales que
recibió de Dios en revelación especial, pudo conocer que Jesús, no sólo es el
Cristo o el Ungido, sino que recibió una revelación superior: supo que el
Mesías es el Hijo de Dios. Esta expresión no tiene el mismo significado que
cuando decimos que nosotros somos hijos de Dios; sino que ésta tiene la
connotación más alta y excelsa, es decir, que éste es un hijo de la misma
esencia del Padre; por lo tanto, Juan aquí está reafirmando una de las verdades
centrales de todo el Evangelio: Jesús es Dios de Dios.
Es importante resaltar
que sólo en el primer capítulo se ha mencionado más de 7 veces la divinidad de
Cristo; por lo tanto, todo cristiano, todo aquel que desee ser salvado por
Cristo debe creer esta verdad central. El que cree en Cristo solamente como un
gran profeta, o un ángel, o un ser muy especial y poderoso; pero no lo reconoce
como Dios, de su misma esencia, el tal nunca podrá ser salvo.
Juan reafirma la
divinidad de Cristo al terminar su segundo testimonio sobre él, también para
darnos seguridad de que la Obra que él hizo por nosotros, siendo nuestro
Cordero, quitando nuestro pecado y bautizándonos con el Espíritu; nunca podrá
ser dañada o frustrada. Porque él es el Hijo de Dios, de la misma esencia del
Padre, puede garantizar que todos estos beneficios, cuando son dados al
creyente, son seguros y eternos. ¡Bendita seguridad la que tenemos en Jesús! ¿A
quién más acudiremos?
“Gran consuelo es para
los ministros de Dios saber que quien les envía a predicar puede poner en el
corazón lo que ellos ponen en el oído y soplar el Espíritu sobre los huesos
secos a los que ellos profetizan con su predicación”[4].
Aplicaciones:
Amigo, ¿Has sido
bautizado por el Espíritu Santo? Recuerda que esto es vital para nuestras
almas. ¿Cómo lo sabes? ¿Has creído en Cristo como tú único y suficiente
salvador? ¿Le sigues a él y vives para Su gloria? Entonces, si es así, ya
tienes el bautismo del Espíritu Santo. Pero si en ti no hay amor por Cristo, no
hay deseos de obedecerle y seguirle, no quieres ser como él, ni te interesa Su
iglesia, ni Su Palabra, ni Su santidad; entonces no tienes ese bautismo vital.
Te invito para que hoy mismo acudas a Cristo, confieses tus pecados ante él, le
pidas que te salve, y le entregues todas tus maldades; él te escuchará, él te
salvará y él te bautizará con su Espíritu Santo, todo en el mismo momento;
entonces podrás amarlo, seguirlo, obedecerlo; y tendrás el poder para andar en
una vida nueva.
Hermano ¿vives con la
conciencia y frutos de que has sido bautizado por el Espíritu Santo? Esto es
muy importante, porque, a veces convertimos este bautismo simplemente en un
asunto técnico o una doctrina fría; pero no es así, que el abuso dado por los grupos
carismáticos o pentecostales no nos lleve a olvidar esta importante verdad
práctica: para tener una vida cristiana victoriosa sobre el pecado, donde nos
neguemos a nosotros mismos y vivamos fructíferamente para la gloria de Dios,
creciendo en la gracia; necesitamos renovar nuestra dependencia total del
Espíritu, suplicándole que los efectos perpetuos de su bautismo, de estar
inmersos en él, nos conduzcan a una vida de comunión con Cristo y dependencia
del Espíritu. ¿Somos pobres en el conocimiento de Cristo? ¿Nuestro amor hacia
él es débil porque aún amamos más al mundo o a otras personas? No olvides, el
Espíritu vino a glorificar a Cristo; rogémosle que él nos lleve a profundidades
mayores de amor por el Salvador. ¿Todavía los pecados más arraigados causan
estragos en nuestras vidas? No olvidemos que hemos sido sumergidos en el
Espíritu. Vivamos cimentados en esta verdad.
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