domingo, 3 de julio de 2022

Lucas 2 1-20

 

El nacimiento del Rey

Lucas 2:1-20

Este sermón fue predicado por el hermano Julio C. Benítez, quien es uno de los pastores de la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín, Colombia. Usted puede compartir este sermón con otros a través de medios digitales e impresos, siempre y cuando no sea para la venta, siempre reconociendo y dando los créditos respectivos a su autor.

Introducción:

Uno de los momentos más gozosos en la vida de todo ser humano es cuando puede contemplar a una criatura recién nacida, la cual prolongará su nombre y su sangre.

Los seres humanos nos preparamos para el momento hermoso del nacimiento de nuestros hijos y, por lo general, no queremos que nada se nos escape: biberones, pañales, ropita, aceites, cremas, abrigos, una cuna, la clínica donde nacerá; en fin, meses antes del alumbramiento ya estamos absortos en los preparativos para recibir al nuevo miembro de la familia.

Y no es para menos, realmente el nacimiento de un bebé nos muestra el maravilloso diseño que el creador hizo para que la vida se prolongara en la tierra. El nacimiento es la prolongación de la vida. Cuando un hombre y una mujer conforman un hogar se ubican en el propósito divino de producir el milagro de la vida. Dos seres mortales e incapaces de crear vida, son usados por Dios para generar el milagro de la existencia.

Y tener hijos es una bendición divina. Debe ser considerado un acto de inmensa misericordia de parte de nuestro Dios el permitirnos engendrar y dar a luz hijos. Esto es lo que dice el salmista “He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre” (Sal. 127:3).

Ahora, la mayoría de los padres no sabemos a ciencia cierta qué va a ser de nuestros hijos: si serán inteligentes, si aprenderán con facilidad a ser sabios, si contribuirán en algo positivo al desarrollo de la sociedad, si llegarán a ser personas influyentes. Esto no lo podemos saber con certeza.

Pero hubo una pareja de esposos en una humilde población de Galilea llamada Nazaret, en los inicios del primer siglo de nuestra era, que supo con antelación la grandeza que llegaría a tener el hijo que estaban esperando. Ellos más que ninguna otra pareja en el mundo tenían poderosas razones para estar expectantes del día del alumbramiento, ellos más que nadie debían haber hecho las más complejas preparaciones para que no solo ellos, sino todo Israel recibieran con grandes pompas al que sería el Salvador de Israel.

Por fin, lo que santos hombres y mujeres de Dios habían esperado por siglos y siglos, está a punto de cumplirse. Por fin está a punto de llegar el niño que se convertiría en la única esperanza de Israel, por fin llegaría la simiente prometida miles de años antes al sabio patriarca Abraham, por fin llegaría el hijo que ocuparía el trono de David su padre para siempre y restauraría la gloria del pueblo de Dios, librándole de sus enemigos y sumergiéndoles en un reinado de gozo y paz; por fin nacería la esperanza de toda la humanidad, aquel que aplastaría la cabeza de la serpiente antigua y nos libraría de nuestros pecados, de la muerte y del infierno.

Veamos hoy cómo se da el cumplimiento de la profecía central en todas las Sagradas Escrituras, la venida del Salvador, la venida del Rey eterno.

Para una mejor comprensión de nuestro texto lo estructuraremos de la siguiente manera:

1. La historia se mueve para su nacimiento. V. 1-3

2. La ciudad correcta para su nacimiento. V. 4-5

3. El lugar más propicio para su nacimiento. V. 6-7

 

1. La historia se mueve para su nacimiento. V. 1-3

Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria. E iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad”.

El verso 1 empieza diciendo que “Aconteció en aquellos días”. Es de suponer que se refiere a los días cercanos al nacimiento del precursor del Mesías, Juan el Bautista. Esos días que habían sido esperados por los santos hombres de Dios en un Israel que llevaba siglos de subyugación de parte de una sucesión de imperios, de un Israel que veía como su religión cada día entraba en decadencia, donde los grupos más conservadores se habían vuelto legalistas, viviendo la religión de manera externa pero sin cambios profundos en sus corazones.

Esos días, en los cuales el cielo estaba moviéndose de una forma maravillosa en medio de la historia humana, días gloriosos en los cuales el Dios del cielo ha roto el silencio de más de 400 años, y de nuevo su voz es escuchada por hombres y mujeres escogidos. Esos días en los cuales de nuevo los ángeles son activos en medio de la historia de la redención.

En esos días, el Dios de la historia, mueve los hilos de la misma, e inclina a los corazones de los hombres más poderosos, como si fueran simples siervos en sus manos, para que tomen decisiones conforme al decreto eterno, y así se dé cumplimiento a la tan esperada profecía.

Está a punto de nacer el Rey del mundo y es necesario que los reyes de la tierra obren conforme a Su eterna voluntad.

Es así que encontramos a Augusto César, el Máximo Pontífice, como le llamaban los romanos, el hombre más poderoso de toda la tierra en su tiempo, decretando lo que Dios había decretado.  El Soberano del mundo hizo que el César y Herodes, el Rey vasallo de Israel, tuvieran fuertes discusiones, lo cual condujo a que el Emperador le exigiera hacer un censo con el fin de incrementar los impuestos. “Ni siquiera los vientos y las olas son más inconstantes que la voluntad de un tirano, pero el Gobernante de las tempestades sabe cómo gobernar a los perversos espíritus de los príncipes. El Señor nuestro Dios tiene un freno para el caballo de guerra más salvaje y un anzuelo para el más terrible leviatán. Los césares autocráticos no son sino títeres movidos con hilos invisibles, meros lacayos al servicio del Rey de reyes”.

Al Dios de la historia no le es difícil mover a todo el mundo para que se cumplan sus propósitos.

Para que se diera el nacimiento del Salvador, a Dios le plació, literalmente, mover al mundo conocido de la época.

El versículo 3 dice que iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad.

El emperador decreta hacer un censo, tal vez con fines militares y de recaudación de impuestos, obligando así a todos los hombres a desplazarse de sus lugares de residencia a su ciudad de nacimiento. Debió ser algo de mucho movimiento, al menos en Israel, donde se acostumbraba que en los censos las personas debieran trasladarse a su ciudad de nacimiento.

 Cuán grande es el Dios de la magnífica historia. Va a nacer su hijo y requiere que todo el mundo se mueva, que las gentes se desplacen de un lugar para otro. Dios pudo haber dicho a José y María, tal vez usando a los mismos ángeles que les hablaron varias veces, que se desplazaran a Belén para que allá naciera el que restauraría el Trono de David, el gran rey que nació en Belén. Pero el Señor no quiso hacerlo así. A él le plació usar al emperador romano, como si fuera su siervo, para que hiciera que las gentes del imperio, y entre ellos José y María, se desplazaran en largas caminatas.

Pero ¿Por qué razón el Señor quería que el Salvador naciera en Belén? Esta pregunta nos conduce al segundo punto de nuestro sermón.

 

2. La ciudad correcta para su nacimiento. V. 4-5

 Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y de la familia de David, para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta”.

No sabemos si todos los habitantes del imperio romano se sometieron al edicto promulgado por Cayo Julio César Octavio, el nombre del emperador Augusto, pero es de suponer que estos censos imperiales causaran revueltas en las provincias que eran subyugadas, no siendo la tierra de Palestina la excepción. Una buena parte de los judíos odiaban al imperio romano, y mucho más odiaban estos censos que tenían como fin mejorar el sistema de la recaudación de impuestos, los cuales no eran necesariamente para el beneficio del pueblo judío, sino para el enriquecimiento del imperio.

No obstante, los padres que Dios escoge para el Salvador son piadosos, y saben que es necesario someterse a las autoridades superiores “porque no hay autoridades sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (Ro. 13:1, 2, 5). Un hombre piadoso tiene una conciencia dominada por la Ley de Dios, y este es el caso de José, quien, a pesar del estado de embarazo de su esposa, y sabiendo que tendrían que enfrentarse a muchas dificultades en un viaje de 140 kilómetros, por carreteras y vías llenas de peligros e incomodidades, decide obedecer el edicto del emperador.

José, por su obediencia, cumplió las profecías y fue tenido como alguien digno de estar en la genealogía del Salvador eterno. Su obediencia hizo posible que el Salvador naciera en la localidad correcta.

Los padres de Jesús deben viajar a Belén porque José era de esa ciudad. Pero nuestro autor sagrado nos deja ver algunos datos importantes, los cuales son testimonio de que el Salvador si era la persona que decía ser, pues, en él se cumplían perfectamente las profecías que se habían dado siglos antes. El Mesías, el Salvador y Rey, debía ser de la línea real de David, de la tribu de Judá, no podía ser de otra tribu, ni de otra familia.

José vivía en Nazaret, y supongo que así como luego fue denominado Jesús por sus conocidos, el Nazareno, también a José se le llamaba con ese gentilicio. Pero Nazaret quedaba en Galilea, una provincia romana en Palestina habitada por judíos y otras culturas. Judea era el centro de la actividad religiosa, encontrándose en Jerusalén el templo reconstruido por Herodes, de manera que sus habitantes se consideraban el reducto fiel de la verdadera religión. Así que los sacerdotes y líderes religiosos, vivían, preferentemente, en Judea. Galilea, aunque era habitada por numerosos judíos y allí habían muchas sinagogas, no era considerada como un lugar donde la religión verdadera prevalecía, incluso en las Sagradas Escrituras se le denomina Galilea de los gentiles (Is. 9:5).

De manera que si Jesús hubiese nacido en Nazaret, entonces no tendría todas las credenciales para ser llamado el Mesías, el heredero del trono de David. Más tarde, en los años del ministerio de predicación de Jesús, algunos judíos que no sabían la historia del nacimiento del Salvador, cuestionan que él sea llamado el Cristo, porque siendo de Galilea, según ellos creían, no podía ser el Ungido del Señor, el cual sería de Judea, específicamente de la ciudad de Belén. “Entonces algunos de la multitud, oyendo estas palabras, decían: Verdaderamente éste es el profeta. Otros decían: Este es el Cristo. Pero algunos decían: ¿de Galilea ha de venir el Cristo? ¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Cristo? (Juan 7:40-42).

El Espíritu Santo inspiró a Lucas para que en su investigación histórica dejara redactado de una manera clara y contundente que Jesús es el hijo de José y María, los cuales son de la casa y la familia de David. Por cierto, parece una redundancia, pues, casa y familia apuntan a lo mismo, pero cuando el Espíritu Santo quiere dar una lección, no le importa si es redundante, el objetivo es que todos comprendan que Jesús viene de la línea directa de David, el Rey, quien, por cierto, también era de Belén.

Sabemos que José es de la línea real por las genealogías que nos dejaron los evangelistas. Tanto Mateo como Lucas trazan la línea genealógica real de José y María hasta David, de manera que Jesús, el Hijo putativo de José, es descendiente, por línea real, de David.

Pero ¿Cuál es la importancia que tiene David en el nacimiento del Mesías? Miremos algunos textos en el Antiguo Testamento que nos dan la respuesta:

Cuando Jacob estaba a punto de morir dio una profecía sobre cada uno de sus hijos, y cuando llegó el turno de Judá dijo de él: “No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies” (Gén. 49:10). Los reyes del pueblo de Dios serían de la tribu de Judá, de manera que si Jesús habría de ser rey entonces también debía ser de dicha tribu.

Cuando Dios establece el pacto con David, le dice: “Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente” (2 Sam. 7:16), un descendiente de David, por línea real, ocuparía el trono para siempre. Obviamente esto no se cumplió en Salomón ni en ninguno de los otros reyes de Judá, es más, en Jeremías 22:30 Dios le dice al rey Joacin que con él terminaba el reinado de los sucesores de David.

Sin embargo, a través del profeta Ezequiel el Señor le dice al rey de Judá que ellos vendrán a ruina hasta que venga aquel cuyo es el derecho (Ez. 21:27). Este nacería de una virgen (Is. 7:14), y, siendo descendiente de David, sería de la aldea de Belén, como dice Miqueas 5:2 “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miq. 5:2).

De manera que José y María, al obedecer el edicto del emperador romano, posiblemente sin ser conscientes de ello, se ubican en el plan divino, de manera que el Salvador naciera en el lugar correcto. Cuántas bendiciones hay para los hijos de Dios cuando son obedientes a sus preceptos, ellos nunca serán hallados en el lugar equivocado, siempre estarán en el centro de la voluntad de Dios.

Pero el Salvador no solo nació en la ciudad correcta, sino que nació en el lugar más propicio, y este es nuestro tercer y último punto del sermón.

 

3. El lugar más propicio para su nacimiento. V. 6-7

Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón

Cuando José y María llegan a la ciudad correcta, entonces también se cumplen los días de la gestación y el niño es dado a luz. Es interesante resaltar que Lucas en los capítulos 1 y 2 utiliza ocho veces la expresión “se cumplieron”. Como dice un comentario bíblico “Siglos de anhelo y oración, inspirados y alentados por las divinas promesas, están a punto de finalizar”[1]. El momento señalado ha llegado, la promesa hecha a Eva en el jardín del Edén, luego de miles de años, por fin se cumple. Ahora nacía en Belén aquel ser que siendo simiente de la mujer aplastaría por la cabeza a la serpiente, ahora nacía en Belén la simiente de Abraham en la cual serían benditas todas las naciones, ahora nacía en Belén aquel Cordero que daría su sangre para obrar la limpieza de los pecados de su pueblo, ese cordero que era representado por los sacrificios que por siglos y siglos se habían celebrado en el tabernáculo y el templo, ahora nacía en Belén aquel mediador que en mayor grado que Moisés garantizaría la comunión del pueblo con Dios, ahora nacía en Belén aquel que sería salvación y luz para las naciones, ahora nacía en Belén quien es Dios con nosotros, Emmanuel.

Pero a pesar de la grandeza de este niño, a pesar de ser el poderoso Salvador que Zacarías profetizó en el Benedictus, el lugar de su nacimiento no sería una cuna de oro, ni un higiénico hospital, ni una habitación decorada; no, el Poderoso salvador no debía nacer en semejantes lujos, sino en un humilde pesebre, en una sucia y hedionda cueva. Pero ¿Por qué? Por varias razones:

Primero, para el Hijo de Dios, el hecho de haberse encarnado significaba despojarse de su propia gloria. La gloria que él compartía con su Padre en los cielos. Tomar forma de una criatura humana era algo humillante para el Dios del cielo. Nacer en un sucio pesebre mostraba que para Dios, el hecho de venir a morar entre los hombres, significaba bajar a lo más bajo, pues, habitaría en medio de la podredumbre del pecado que emana de los hombres. Nosotros los seres humanos, pecadores por naturaleza, nos hemos acostumbrado a nuestro pútrido olor espiritual y moral, de manera que ya no percibimos la hediondez de nuestras maldades, pero aquel que nunca conoció pecado, cuando viene a habitar en medio de hombres muertos en delitos y pecados, logra percibir los olores nefastos de nuestra maldad. Un pesebre, no como los que hoy día se usan en Diciembre, sino uno real, lleno de excremento, orines y olores de animales, allí fue donde nació el poderoso Salvador, porque su vida sería de sufrimiento y dolor, pues, solo con su muerte salvaría al mortal pecador.

La verdadera Navidad que vivió el Salvador no se parece en nada a las que muchos paganos y cristianos pretenden celebran hoy en día, con luces multicolores, pesebres lujosos, y adornos costosos, no, la verdadera Navidad fue expresada por Pablo así: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:6-7). Para el Hijo de Dios, hacerse hombre, significó despojarse de sus glorias y convertirse en un siervo. El sucio pesebre de Belén lo demuestra. Jesús, cuando nació en forma de bebé, había abandonado su hogar celeste para bajar a las partes más bajas, es decir, a la tierra, como afirma Pablo en Efesios 4:9.

El pesebre y la cruz siempre deben ir de la mano. La verdadera navidad sólo puede celebrarse si tenemos en perspectiva el calvario. El Rey del universo nació en un pesebre, porque “Él vino para ser despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebrantos”; “no hay parecer en él, ni hermosura”; “como raíz de tierra seca”. ¿Habría sido apropiado que el hombre que debía morir desnudo en la cruz, estuviera cubierto de púrpura en su nacimiento? ¿No hubiera sido inapropiado para el Redentor, que habría de ser sepultado en un sepulcro prestado, nacer en otro lugar que no fuera el cobertizo más humilde, y que fuera albergado en otro lugar que no fuera el sitio más innoble? El pesebre y la cruz, ubicados en los dos extremos de la vida terrenal del Salvador, parecen muy apropiados y congruentes entre sí. Él ha de usar a lo largo de Su vida la túnica de un campesino; ha de asociarse con pescadores; los de humilde condición han de ser sus discípulos; los fríos montes han de ser a menudo su único techo; habrá de decir: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza”; nada, por tanto, podría ser más apropiado que en Su etapa de humillación – cuando hizo a un lado toda su gloria y tomó la forma de siervo y se rebajó al estado más humilde – fuera recostado en un pesebre[2]

Pero, en segundo lugar, era preciso nacer en un pesebre, porque como dice Lucas, no hubo lugar para él en el mesón. No hubo una sola casa en Belén donde él pudiera nacer, al menos en el calor de un hogar, ni siquiera en el sitio donde se hospedaban los viajeros pudo ser alojado, pues “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). José y María tuvieron que buscar el lugar bajo del Mesón, por lo general en una cueva, donde los viajeros dejaban a sus animales. Solo en ese sucio lugar hubo espacio para el Salvador.

Este pesebre representaría la constante situación que enfrentaría el Salvador, el cual sería despreciado y desechado por las gentes, como lo había anunciado el profeta Isaías “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores y experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos” (Is. 53:3). La gente de Belén escondió de él su rostro, la gente de Judea también lo hizo, y hoy también muchos lo hacen. Más son los que lo ignoran que los le aceptan.

Nuestra sociedad del siglo XXI, no es diferente de la judía del siglo I. Aunque la mayoría de nosotros usamos el nombre de cristiano, la realidad es que escondemos de él nuestro rostro, no queremos verlo, no soportamos verlo, nos parece humillante decir que creemos en él, nos parece poco prestigioso afirmar que obedecemos sus mandamientos. Para muchos que se llaman cristianos, incluso el nombre de Cristo les afrenta.

No hubo lugar para el Salvador del mundo en los palacios de los reyes, como no lo hay hoy en las clases gobernantes. “!Raramente hay lugar para Cristo en los palacios!  ¿Cómo podrían los reyes de la tierra recibir al Señor? ¡Él es el príncipe de paz, y ellos se deleitan en la guerra! Él quiebra sus arcos y corta en pedazos sus lanzas; quema sus carros de guerra en el fuego. ¿Cómo podrían aceptar los reyes al humilde salvador? Ellos aman la grandeza y la pompa, y todo Él es simplicidad y mansedumbre. Él es el hijo de un carpintero, y el compañero del pescador. ¿Cómo pueden los príncipes encontrar lugar para el monarca recién nacido? Vamos, él nos enseña a hacer con los otros como quisiéramos que hicieran con nosotros, y esto es algo que los reyes encontrarían muy difícil de reconciliar con los astutos trucos de la política y los codiciosos designios de la ambición. Oh, grandes de la tierra, poco me sorprende que en medio de sus glorias, y placeres, y guerras, y concilios, olviden al Ungido, y echen fuera al Señor de todo”[3].

No hubo lugar para el Rey del universo en la culta y respetable sociedad. “¿No había en Belén algunas personas que fueran muy respetables, que se mantuvieran apartadas de la muchedumbre común; personas de reputación y de posición? ¿No podían ellas encontrar lugar para Cristo? ¡Ah! Queridos amigos, es muy común el caso de que no haya lugar para Él en lo que se ha dado en llamar “la buena sociedad”. Hay lugar para todas las pequeñas formas tontas por las que los hombres deciden estorbarse ellos mismos; hay lugar para las vanas sutilezas de la etiqueta; hay lugar para la conversación frívola; hay lugar para la adoración del cuerpo; hay lugar para la erección de esto y de aquello como el ídolo de la hora, pero hay demasiado poco lugar para Cristo, y está lejos de estar de moda seguir plenamente al Señor. El advenimiento de Cristo sería lo último que la alegre sociedad desearía; la simple mención de Su nombre por los labios del amor causaría una extraña sensación. Si comenzaras a hablar de las cosas de Cristo en muchos círculos, serías declarado tabú de inmediato”[4].

No hubo lugar para el dueño de todas las cosas en las casas y empresas de los mercaderes. “!Cuán poco del espíritu, y de la vida y de la doctrina de Cristo puede encontrarse allí! Al comerciante le parece inconveniente ser demasiado escrupuloso; el mercader descubre con frecuencia que si ha de hacer una fortuna, tiene que violentar su conciencia”[5].

Y tampoco hubo lugar para Cristo en las casas de aquellos que se consideraban religiosos, y eran escrupulosos en obedecer las leyes de la Biblia, mientras el amor a Dios y al prójimo eran escasos. Tampoco hubo lugar para Cristo en la casa del científico o del filósofo, pues, ¿cómo podrían reconciliar la razón humana con el nacimiento virginal de un ser que decía venir del cielo?

Pero no todo fue privación para el Hijo de Dios. Lucas nos dice que sus amorosos padres lo envolvieron en pañales y lo acostaron en un pesebre. Los pañales eran unas largas tiras de lienzos, con los cuales ajustaban al bebé, se creía que esto ayudada al niño a crecer alto y fuerte.

Aplicaciones:

- La natividad de Jesús fue un tiempo de gloria y hermosura para el pueblo de Dios, porque el Renuevo, la raíz de David, la simiente prometida que aplastaría a los enemigos del pueblo de Dios, había llegado. Los creyentes debemos siempre recordar ese hecho histórico decisivo, en el cual, el Dios eterno, se introduce en la historia del hombre, haciéndose uno de ellos, para brindarles una poderosa Salvación de sus nefastos pecados. No importa la época del año en que nos encontremos, debemos cantar la bella historia del nacimiento de Jesús, pues, gracias a ese acto histórico, hoy nosotros gozamos de las glorias de la salvación. No esperemos un mes determinado por la tradición de los hombres para hablar de tan magno evento.

- Pero la natividad de Jesús también fue un tiempo de gran humillación para el Hijo de Dios, pues, significó empezar el camino que lo llevaría hasta la cruenta cruz, donde debía morir para derramar su sangre y así ofrecer la poderosa liberación del pecado que vino a dar. Solo por el camino del dolor, el cual inicia con su nacimiento en un sucio pesebre, podía obtener eterna redención para su pueblo. Nunca olvidemos que él nació, vivió, murió y resucitó, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Aunque entre los suyos muchos  no le recibieron, Juan dice que a todos los que creyeron en él se les dio la potestad de ser llamados hijos de Dios. Celebra con nosotros hoy la navidad de Cristo de una manera correcta, creyendo en él como el único medio por el cual podemos ser reconciliados con Dios, si acudes a Cristo, con plena confianza, creyendo que él es el poderoso Salvador prometido desde tiempos antiguos, entonces tu corazón, el cual ha sido el albergue de hediondos pecados, pasará a ser una morada de luz, donde brillará para siempre la santidad de Cristo.

- Qué contrastes hay en la historia de la salvación: El señor le dice a María: Salve, muy favorecida, el Señor es contigo”, pero en cambio, “No había lugar para ellos en el mesón”. El ángel le dijo a María: “Será grande y será llamado el Hijo del Altísimo”. Pero María “Lo acostó en un pesebre”.

¿Por qué estos contrastes? La respuesta la da 2 Co. 8:9: “Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que aunque era rico, por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros por su pobreza fueseis enriquecidos”.

No basta con dar una interpretación satisfactoria del relato de la navidad. Debiéramos sentirnos tan profundamente impresionados por el amor que Dios nos reveló aquí que pudiéramos sentir lo mismo que el poeta sintió cuando escribió:

 

Por mí, querido Jesús, fue tu encarnación,

tu mortal dolor y la ofrenda de tu vida;

tu muerte de angustia y tu amarga pasión,

todo, por mi salvación.

 

Notas:

v.7 El término griego prototokos es utilizado constantemente en el Antiguo Testamento (LXX) para designar al hijo que continuará la estirpe y recibirá doble porción en la herencia de sus mayores (Gn. 27; Dt. 21, 17). En algunos casos el término tenía fuertes connotaciones mesiánicas; las bendiciones de los patriarcas, o herencia religiosa de Israel, se transmitían a través del primogénito”[6].



[1] Comentario de San Jerónimo. Tomo III, Nuevo Testamento I. Página 318.

[2] Spurgeon, Carlos. Extraído de: http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf En Diciembre 23 de 2016.

[3] Spurgeon, Carlos. Extraído de: http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf en Diciembre 23 de 2016.

[4] Spurgeon, Carlos. Extraído de http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf en Diciembre 23 de 2016.

[5] Spurgeon, Carlos. Extraído de http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf en Diciembre 23 de 2016.

[6] Comentario de San Jerónimo. Tomo III, Nuevo Testamento I. Página 318.

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