El
nacimiento del Rey
Lucas
2:1-20
Este sermón fue
predicado por el hermano Julio C. Benítez, quien es uno de los pastores de la
Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín, Colombia. Usted puede
compartir este sermón con otros a través de medios digitales e impresos,
siempre y cuando no sea para la venta, siempre reconociendo y dando los
créditos respectivos a su autor.
Introducción:
Uno de los momentos más
gozosos en la vida de todo ser humano es cuando puede contemplar a una criatura
recién nacida, la cual prolongará su nombre y su sangre.
Los seres humanos nos
preparamos para el momento hermoso del nacimiento de nuestros hijos y, por lo
general, no queremos que nada se nos escape: biberones, pañales, ropita,
aceites, cremas, abrigos, una cuna, la clínica donde nacerá; en fin, meses
antes del alumbramiento ya estamos absortos en los preparativos para recibir al
nuevo miembro de la familia.
Y no es para menos, realmente
el nacimiento de un bebé nos muestra el maravilloso diseño que el creador hizo
para que la vida se prolongara en la tierra. El nacimiento es la prolongación
de la vida. Cuando un hombre y una mujer conforman un hogar se ubican en el
propósito divino de producir el milagro de la vida. Dos seres mortales e incapaces
de crear vida, son usados por Dios para generar el milagro de la existencia.
Y tener hijos es una bendición
divina. Debe ser considerado un acto de inmensa misericordia de parte de
nuestro Dios el permitirnos engendrar y dar a luz hijos. Esto es lo que dice el
salmista “He aquí, herencia de Jehová son
los hijos; cosa de estima el fruto del vientre” (Sal. 127:3).
Ahora, la mayoría de los
padres no sabemos a ciencia cierta qué va a ser de nuestros hijos: si serán
inteligentes, si aprenderán con facilidad a ser sabios, si contribuirán en algo
positivo al desarrollo de la sociedad, si llegarán a ser personas influyentes.
Esto no lo podemos saber con certeza.
Pero hubo una pareja de
esposos en una humilde población de Galilea llamada Nazaret, en los inicios del
primer siglo de nuestra era, que supo con antelación la grandeza que llegaría a
tener el hijo que estaban esperando. Ellos más que ninguna otra pareja en el
mundo tenían poderosas razones para estar expectantes del día del
alumbramiento, ellos más que nadie debían haber hecho las más complejas
preparaciones para que no solo ellos, sino todo Israel recibieran con grandes
pompas al que sería el Salvador de Israel.
Por fin, lo que santos hombres
y mujeres de Dios habían esperado por siglos y siglos, está a punto de
cumplirse. Por fin está a punto de llegar el niño que se convertiría en la
única esperanza de Israel, por fin llegaría la simiente prometida miles de años
antes al sabio patriarca Abraham, por fin llegaría el hijo que ocuparía el
trono de David su padre para siempre y restauraría la gloria del pueblo de
Dios, librándole de sus enemigos y sumergiéndoles en un reinado de gozo y paz;
por fin nacería la esperanza de toda la humanidad, aquel que aplastaría la
cabeza de la serpiente antigua y nos libraría de nuestros pecados, de la muerte
y del infierno.
Veamos hoy cómo se da el
cumplimiento de la profecía central en todas las Sagradas Escrituras, la venida
del Salvador, la venida del Rey eterno.
Para una mejor comprensión de
nuestro texto lo estructuraremos de la siguiente manera:
1. La historia se mueve para
su nacimiento. V. 1-3
2. La ciudad correcta para su
nacimiento. V. 4-5
3. El lugar más propicio para
su nacimiento. V. 6-7
1. La historia se mueve para
su nacimiento. V. 1-3
“Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de
Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. Este primer censo se hizo
siendo Cirenio gobernador de Siria. E iban todos para ser empadronados, cada
uno a su ciudad”.
El verso 1 empieza diciendo
que “Aconteció en aquellos días”. Es de suponer que se refiere a los días
cercanos al nacimiento del precursor del Mesías, Juan el Bautista. Esos días
que habían sido esperados por los santos hombres de Dios en un Israel que
llevaba siglos de subyugación de parte de una sucesión de imperios, de un
Israel que veía como su religión cada día entraba en decadencia, donde los
grupos más conservadores se habían vuelto legalistas, viviendo la religión de
manera externa pero sin cambios profundos en sus corazones.
Esos días, en los cuales el
cielo estaba moviéndose de una forma maravillosa en medio de la historia
humana, días gloriosos en los cuales el Dios del cielo ha roto el silencio de
más de 400 años, y de nuevo su voz es escuchada por hombres y mujeres escogidos.
Esos días en los cuales de nuevo los ángeles son activos en medio de la
historia de la redención.
En esos días, el Dios de la
historia, mueve los hilos de la misma, e inclina a los corazones de los hombres
más poderosos, como si fueran simples siervos en sus manos, para que tomen
decisiones conforme al decreto eterno, y así se dé cumplimiento a la tan
esperada profecía.
Está a punto de nacer el Rey
del mundo y es necesario que los reyes de la tierra obren conforme a Su eterna
voluntad.
Es así que encontramos a
Augusto César, el Máximo Pontífice, como le llamaban los romanos, el hombre más
poderoso de toda la tierra en su tiempo, decretando lo que Dios había
decretado. El Soberano del mundo hizo
que el César y Herodes, el Rey vasallo de Israel, tuvieran fuertes discusiones,
lo cual condujo a que el Emperador le exigiera hacer un censo con el fin de
incrementar los impuestos. “Ni siquiera los vientos y las olas son más
inconstantes que la voluntad de un tirano, pero el Gobernante de las
tempestades sabe cómo gobernar a los perversos espíritus de los príncipes. El
Señor nuestro Dios tiene un freno para el caballo de guerra más salvaje y un
anzuelo para el más terrible leviatán. Los césares autocráticos no son sino
títeres movidos con hilos invisibles, meros lacayos al servicio del Rey de
reyes”.
Al Dios de la historia no le
es difícil mover a todo el mundo para que se cumplan sus propósitos.
Para que se diera el
nacimiento del Salvador, a Dios le plació, literalmente, mover al mundo
conocido de la época.
El versículo 3 dice que iban todos para ser empadronados, cada uno a
su ciudad.
El emperador decreta hacer un
censo, tal vez con fines militares y de recaudación de impuestos, obligando así
a todos los hombres a desplazarse de sus lugares de residencia a su ciudad de
nacimiento. Debió ser algo de mucho movimiento, al menos en Israel, donde se
acostumbraba que en los censos las personas debieran trasladarse a su ciudad de
nacimiento.
Cuán grande es el Dios de la magnífica
historia. Va a nacer su hijo y requiere que todo el mundo se mueva, que las
gentes se desplacen de un lugar para otro. Dios pudo haber dicho a José y
María, tal vez usando a los mismos ángeles que les hablaron varias veces, que
se desplazaran a Belén para que allá naciera el que restauraría el Trono de
David, el gran rey que nació en Belén. Pero el Señor no quiso hacerlo así. A él
le plació usar al emperador romano, como si fuera su siervo, para que hiciera
que las gentes del imperio, y entre ellos José y María, se desplazaran en
largas caminatas.
Pero ¿Por qué razón el Señor
quería que el Salvador naciera en Belén? Esta pregunta nos conduce al segundo
punto de nuestro sermón.
2. La ciudad correcta para su
nacimiento. V. 4-5
“Y José
subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que
se llama Belén, por cuanto era de la casa y de la familia de David, para ser
empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta”.
No sabemos si todos los
habitantes del imperio romano se sometieron al edicto promulgado por Cayo Julio
César Octavio, el nombre del emperador Augusto, pero es de suponer que estos
censos imperiales causaran revueltas en las provincias que eran subyugadas, no
siendo la tierra de Palestina la excepción. Una buena parte de los judíos odiaban
al imperio romano, y mucho más odiaban estos censos que tenían como fin mejorar
el sistema de la recaudación de impuestos, los cuales no eran necesariamente
para el beneficio del pueblo judío, sino para el enriquecimiento del imperio.
No obstante, los padres que
Dios escoge para el Salvador son piadosos, y saben que es necesario someterse a
las autoridades superiores “porque no hay
autoridades sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido
establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por
Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. Por lo
cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino
también por causa de la conciencia” (Ro. 13:1, 2, 5). Un hombre piadoso
tiene una conciencia dominada por la Ley de Dios, y este es el caso de José,
quien, a pesar del estado de embarazo de su esposa, y sabiendo que tendrían que
enfrentarse a muchas dificultades en un viaje de 140 kilómetros, por carreteras
y vías llenas de peligros e incomodidades, decide obedecer el edicto del
emperador.
José, por su obediencia,
cumplió las profecías y fue tenido como alguien digno de estar en la genealogía
del Salvador eterno. Su obediencia hizo posible que el Salvador naciera en la
localidad correcta.
Los padres de Jesús deben
viajar a Belén porque José era de esa ciudad. Pero nuestro autor sagrado nos
deja ver algunos datos importantes, los cuales son testimonio de que el
Salvador si era la persona que decía ser, pues, en él se cumplían perfectamente
las profecías que se habían dado siglos antes. El Mesías, el Salvador y Rey,
debía ser de la línea real de David, de la tribu de Judá, no podía ser de otra
tribu, ni de otra familia.
José vivía en Nazaret, y
supongo que así como luego fue denominado Jesús por sus conocidos, el Nazareno,
también a José se le llamaba con ese gentilicio. Pero Nazaret quedaba en
Galilea, una provincia romana en Palestina habitada por judíos y otras
culturas. Judea era el centro de la actividad religiosa, encontrándose en
Jerusalén el templo reconstruido por Herodes, de manera que sus habitantes se
consideraban el reducto fiel de la verdadera religión. Así que los sacerdotes y
líderes religiosos, vivían, preferentemente, en Judea. Galilea, aunque era
habitada por numerosos judíos y allí habían muchas sinagogas, no era
considerada como un lugar donde la religión verdadera prevalecía, incluso en
las Sagradas Escrituras se le denomina Galilea
de los gentiles (Is. 9:5).
De manera que si Jesús hubiese
nacido en Nazaret, entonces no tendría todas las credenciales para ser llamado
el Mesías, el heredero del trono de David. Más tarde, en los años del ministerio
de predicación de Jesús, algunos judíos que no sabían la historia del
nacimiento del Salvador, cuestionan que él sea llamado el Cristo, porque siendo
de Galilea, según ellos creían, no podía ser el Ungido del Señor, el cual sería
de Judea, específicamente de la ciudad de Belén. “Entonces algunos de la multitud, oyendo estas palabras, decían:
Verdaderamente éste es el profeta. Otros decían: Este es el Cristo. Pero
algunos decían: ¿de Galilea ha de venir el Cristo? ¿No dice la Escritura que
del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el
Cristo? (Juan 7:40-42).
El Espíritu Santo inspiró a
Lucas para que en su investigación histórica dejara redactado de una manera
clara y contundente que Jesús es el hijo de José y María, los cuales son de la
casa y la familia de David. Por cierto, parece una redundancia, pues, casa y
familia apuntan a lo mismo, pero cuando el Espíritu Santo quiere dar una
lección, no le importa si es redundante, el objetivo es que todos comprendan
que Jesús viene de la línea directa de David, el Rey, quien, por cierto,
también era de Belén.
Sabemos que José es de la
línea real por las genealogías que nos dejaron los evangelistas. Tanto Mateo
como Lucas trazan la línea genealógica real de José y María hasta David, de
manera que Jesús, el Hijo putativo de José, es descendiente, por línea real, de
David.
Pero ¿Cuál es la importancia
que tiene David en el nacimiento del Mesías? Miremos algunos textos en el
Antiguo Testamento que nos dan la respuesta:
Cuando Jacob estaba a punto de
morir dio una profecía sobre cada uno de sus hijos, y cuando llegó el turno de
Judá dijo de él: “No será quitado el
cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies” (Gén. 49:10). Los reyes
del pueblo de Dios serían de la tribu de Judá, de manera que si Jesús habría de
ser rey entonces también debía ser de dicha tribu.
Cuando Dios establece el pacto
con David, le dice: “Y será afirmada tu
casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable
eternamente” (2 Sam. 7:16), un descendiente de David, por línea real,
ocuparía el trono para siempre. Obviamente esto no se cumplió en Salomón ni en
ninguno de los otros reyes de Judá, es más, en Jeremías 22:30 Dios le dice al
rey Joacin que con él terminaba el reinado de los sucesores de David.
Sin embargo, a través del
profeta Ezequiel el Señor le dice al rey de Judá que ellos vendrán a ruina
hasta que venga aquel cuyo es el derecho
(Ez. 21:27). Este nacería de una virgen (Is. 7:14), y, siendo descendiente de
David, sería de la aldea de Belén, como dice Miqueas 5:2 “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá,
de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el
principio, desde los días de la eternidad” (Miq. 5:2).
De manera que José y María, al
obedecer el edicto del emperador romano, posiblemente sin ser conscientes de
ello, se ubican en el plan divino, de manera que el Salvador naciera en el
lugar correcto. Cuántas bendiciones hay para los hijos de Dios cuando son
obedientes a sus preceptos, ellos nunca serán hallados en el lugar equivocado,
siempre estarán en el centro de la voluntad de Dios.
Pero el Salvador no solo nació
en la ciudad correcta, sino que nació en el lugar más propicio, y este es
nuestro tercer y último punto del sermón.
3. El lugar más propicio para
su nacimiento. V. 6-7
“Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su
alumbramiento. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y
lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”
Cuando José y María llegan a
la ciudad correcta, entonces también se cumplen los días de la gestación y el
niño es dado a luz. Es interesante resaltar que Lucas en los capítulos 1 y 2
utiliza ocho veces la expresión “se
cumplieron”. Como dice un comentario bíblico “Siglos de anhelo y oración,
inspirados y alentados por las divinas promesas, están a punto de finalizar”[1].
El momento señalado ha llegado, la promesa hecha a Eva en el jardín del Edén,
luego de miles de años, por fin se cumple. Ahora nacía en Belén aquel ser que
siendo simiente de la mujer aplastaría por la cabeza a la serpiente, ahora
nacía en Belén la simiente de Abraham en la cual serían benditas todas las
naciones, ahora nacía en Belén aquel Cordero que daría su sangre para obrar la
limpieza de los pecados de su pueblo, ese cordero que era representado por los
sacrificios que por siglos y siglos se habían celebrado en el tabernáculo y el
templo, ahora nacía en Belén aquel mediador que en mayor grado que Moisés garantizaría
la comunión del pueblo con Dios, ahora nacía en Belén aquel que sería salvación
y luz para las naciones, ahora nacía en Belén quien es Dios con nosotros,
Emmanuel.
Pero a pesar de la grandeza de
este niño, a pesar de ser el poderoso Salvador que Zacarías profetizó en el Benedictus, el lugar de su nacimiento no
sería una cuna de oro, ni un higiénico hospital, ni una habitación decorada;
no, el Poderoso salvador no debía nacer en semejantes lujos, sino en un humilde
pesebre, en una sucia y hedionda cueva. Pero ¿Por qué? Por varias razones:
Primero, para el Hijo de Dios,
el hecho de haberse encarnado significaba despojarse de su propia gloria. La
gloria que él compartía con su Padre en los cielos. Tomar forma de una criatura
humana era algo humillante para el Dios del cielo. Nacer en un sucio pesebre
mostraba que para Dios, el hecho de venir a morar entre los hombres,
significaba bajar a lo más bajo, pues, habitaría en medio de la podredumbre del
pecado que emana de los hombres. Nosotros los seres humanos, pecadores por
naturaleza, nos hemos acostumbrado a nuestro pútrido olor espiritual y moral,
de manera que ya no percibimos la hediondez de nuestras maldades, pero aquel
que nunca conoció pecado, cuando viene a habitar en medio de hombres muertos en
delitos y pecados, logra percibir los olores nefastos de nuestra maldad. Un
pesebre, no como los que hoy día se usan en Diciembre, sino uno real, lleno de
excremento, orines y olores de animales, allí fue donde nació el poderoso
Salvador, porque su vida sería de sufrimiento y dolor, pues, solo con su muerte
salvaría al mortal pecador.
La verdadera Navidad que vivió
el Salvador no se parece en nada a las que muchos paganos y cristianos pretenden
celebran hoy en día, con luces multicolores, pesebres lujosos, y adornos costosos,
no, la verdadera Navidad fue expresada por Pablo así: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús,
el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho
semejante a los hombres” (Fil. 2:6-7). Para el Hijo de Dios, hacerse
hombre, significó despojarse de sus glorias y convertirse en un siervo. El
sucio pesebre de Belén lo demuestra. Jesús, cuando nació en forma de bebé,
había abandonado su hogar celeste para bajar a las partes más bajas, es decir,
a la tierra, como afirma Pablo en Efesios 4:9.
El pesebre y la cruz siempre
deben ir de la mano. La verdadera navidad sólo puede celebrarse si tenemos en
perspectiva el calvario. El Rey del universo nació en un pesebre, porque “Él
vino para ser despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en quebrantos”; “no hay parecer en él, ni hermosura”; “como raíz
de tierra seca”. ¿Habría sido apropiado que el hombre que debía morir desnudo
en la cruz, estuviera cubierto de púrpura en su nacimiento? ¿No hubiera sido
inapropiado para el Redentor, que habría de ser sepultado en un sepulcro
prestado, nacer en otro lugar que no fuera el cobertizo más humilde, y que
fuera albergado en otro lugar que no fuera el sitio más innoble? El pesebre y
la cruz, ubicados en los dos extremos de la vida terrenal del Salvador, parecen
muy apropiados y congruentes entre sí. Él ha de usar a lo largo de Su vida la
túnica de un campesino; ha de asociarse con pescadores; los de humilde
condición han de ser sus discípulos; los fríos montes han de ser a menudo su
único techo; habrá de decir: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los
cielos nidos; mas el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza”; nada,
por tanto, podría ser más apropiado que en Su etapa de humillación – cuando
hizo a un lado toda su gloria y tomó la forma de siervo y se rebajó al estado
más humilde – fuera recostado en un pesebre[2]”
Pero, en segundo lugar, era
preciso nacer en un pesebre, porque como dice Lucas, no hubo lugar para él en
el mesón. No hubo una sola casa en Belén donde él pudiera nacer, al menos en el
calor de un hogar, ni siquiera en el sitio donde se hospedaban los viajeros
pudo ser alojado, pues “a lo suyo vino, y
los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). José y María tuvieron que buscar
el lugar bajo del Mesón, por lo general en una cueva, donde los viajeros
dejaban a sus animales. Solo en ese sucio lugar hubo espacio para el Salvador.
Este pesebre representaría la
constante situación que enfrentaría el Salvador, el cual sería despreciado y
desechado por las gentes, como lo había anunciado el profeta Isaías “Despreciado y desechado entre los hombres,
varón de dolores y experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el
rostro, fue menospreciado y no lo estimamos” (Is. 53:3). La gente de Belén
escondió de él su rostro, la gente de Judea también lo hizo, y hoy también
muchos lo hacen. Más son los que lo ignoran que los le aceptan.
Nuestra sociedad del siglo
XXI, no es diferente de la judía del siglo I. Aunque la mayoría de nosotros usamos
el nombre de cristiano, la realidad es que escondemos de él nuestro rostro, no
queremos verlo, no soportamos verlo, nos parece humillante decir que creemos en
él, nos parece poco prestigioso afirmar que obedecemos sus mandamientos. Para
muchos que se llaman cristianos, incluso el nombre de Cristo les afrenta.
No hubo lugar para el Salvador
del mundo en los palacios de los reyes, como no lo hay hoy en las clases
gobernantes. “!Raramente hay lugar para Cristo en los palacios! ¿Cómo podrían los reyes de la tierra recibir
al Señor? ¡Él es el príncipe de paz, y ellos se deleitan en la guerra! Él
quiebra sus arcos y corta en pedazos sus lanzas; quema sus carros de guerra en
el fuego. ¿Cómo podrían aceptar los reyes al humilde salvador? Ellos aman la
grandeza y la pompa, y todo Él es simplicidad y mansedumbre. Él es el hijo de
un carpintero, y el compañero del pescador. ¿Cómo pueden los príncipes
encontrar lugar para el monarca recién nacido? Vamos, él nos enseña a hacer con
los otros como quisiéramos que hicieran con nosotros, y esto es algo que los
reyes encontrarían muy difícil de reconciliar con los astutos trucos de la
política y los codiciosos designios de la ambición. Oh, grandes de la tierra,
poco me sorprende que en medio de sus glorias, y placeres, y guerras, y
concilios, olviden al Ungido, y echen fuera al Señor de todo”[3].
No hubo lugar para el Rey del
universo en la culta y respetable sociedad. “¿No había en Belén algunas personas
que fueran muy respetables, que se mantuvieran apartadas de la muchedumbre
común; personas de reputación y de posición? ¿No podían ellas encontrar lugar
para Cristo? ¡Ah! Queridos amigos, es muy común el caso de que no haya lugar
para Él en lo que se ha dado en llamar “la buena sociedad”. Hay lugar para
todas las pequeñas formas tontas por las que los hombres deciden estorbarse
ellos mismos; hay lugar para las vanas sutilezas de la etiqueta; hay lugar para
la conversación frívola; hay lugar para la adoración del cuerpo; hay lugar para
la erección de esto y de aquello como el ídolo de la hora, pero hay demasiado
poco lugar para Cristo, y está lejos de estar de moda seguir plenamente al
Señor. El advenimiento de Cristo sería lo último que la alegre sociedad
desearía; la simple mención de Su nombre por los labios del amor causaría una
extraña sensación. Si comenzaras a hablar de las cosas de Cristo en muchos
círculos, serías declarado tabú de inmediato”[4].
No hubo lugar para el dueño de
todas las cosas en las casas y empresas de los mercaderes. “!Cuán poco del
espíritu, y de la vida y de la doctrina de Cristo puede encontrarse allí! Al
comerciante le parece inconveniente ser demasiado escrupuloso; el mercader
descubre con frecuencia que si ha de hacer una fortuna, tiene que violentar su
conciencia”[5].
Y tampoco hubo lugar para
Cristo en las casas de aquellos que se consideraban religiosos, y eran
escrupulosos en obedecer las leyes de la Biblia, mientras el amor a Dios y al
prójimo eran escasos. Tampoco hubo lugar para Cristo en la casa del científico
o del filósofo, pues, ¿cómo podrían reconciliar la razón humana con el
nacimiento virginal de un ser que decía venir del cielo?
Pero no todo fue privación
para el Hijo de Dios. Lucas nos dice que sus amorosos padres lo envolvieron en pañales y lo acostaron en
un pesebre. Los pañales eran unas largas tiras de lienzos, con los cuales
ajustaban al bebé, se creía que esto ayudada al niño a crecer alto y fuerte.
Aplicaciones:
- La natividad de Jesús fue un
tiempo de gloria y hermosura para el pueblo de Dios, porque el Renuevo, la raíz
de David, la simiente prometida que aplastaría a los enemigos del pueblo de
Dios, había llegado. Los creyentes debemos siempre recordar ese hecho histórico
decisivo, en el cual, el Dios eterno, se introduce en la historia del hombre,
haciéndose uno de ellos, para brindarles una poderosa Salvación de sus nefastos
pecados. No importa la época del año en que nos encontremos, debemos cantar la
bella historia del nacimiento de Jesús, pues, gracias a ese acto histórico, hoy
nosotros gozamos de las glorias de la salvación. No esperemos un mes
determinado por la tradición de los hombres para hablar de tan magno evento.
- Pero la natividad de Jesús
también fue un tiempo de gran humillación para el Hijo de Dios, pues, significó
empezar el camino que lo llevaría hasta la cruenta cruz, donde debía morir para
derramar su sangre y así ofrecer la poderosa liberación del pecado que vino a
dar. Solo por el camino del dolor, el cual inicia con su nacimiento en un sucio
pesebre, podía obtener eterna redención para su pueblo. Nunca olvidemos que él
nació, vivió, murió y resucitó, para que todo aquel que en él cree no se
pierda, sino que tenga vida eterna. Aunque entre los suyos muchos no le recibieron, Juan dice que a todos los
que creyeron en él se les dio la potestad de ser llamados hijos de Dios.
Celebra con nosotros hoy la navidad de Cristo de una manera correcta, creyendo
en él como el único medio por el cual podemos ser reconciliados con Dios, si
acudes a Cristo, con plena confianza, creyendo que él es el poderoso Salvador
prometido desde tiempos antiguos, entonces tu corazón, el cual ha sido el
albergue de hediondos pecados, pasará a ser una morada de luz, donde brillará
para siempre la santidad de Cristo.
- Qué contrastes hay en
la historia de la salvación: El señor le dice a María: “Salve, muy
favorecida, el Señor es contigo”, pero en cambio, “No había lugar para ellos en el mesón”. El ángel le dijo a María: “Será grande y será llamado el Hijo del
Altísimo”. Pero María “Lo acostó en
un pesebre”.
¿Por qué estos contrastes? La respuesta la da 2 Co. 8:9: “Porque conocéis la gracia de nuestro Señor
Jesucristo, que aunque era rico, por amor a vosotros se hizo pobre, para que
vosotros por su pobreza fueseis enriquecidos”.
No basta con dar una interpretación satisfactoria del relato de la
navidad. Debiéramos sentirnos tan profundamente impresionados por el amor que
Dios nos reveló aquí que pudiéramos sentir lo mismo que el poeta sintió cuando
escribió:
Por mí, querido
Jesús, fue tu encarnación,
tu mortal dolor
y la ofrenda de tu vida;
tu muerte de
angustia y tu amarga pasión,
todo, por mi
salvación.
Notas:
v.7 El término griego prototokos es utilizado constantemente
en el Antiguo Testamento (LXX) para designar al hijo que continuará la estirpe
y recibirá doble porción en la herencia de sus mayores (Gn. 27; Dt. 21, 17). En
algunos casos el término tenía fuertes connotaciones mesiánicas; las
bendiciones de los patriarcas, o herencia religiosa de Israel, se transmitían a
través del primogénito”[6].
[1]
Comentario de San Jerónimo. Tomo III, Nuevo Testamento I. Página 318.
[2]
Spurgeon, Carlos. Extraído de: http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf
En Diciembre 23 de 2016.
[3]
Spurgeon, Carlos. Extraído de: http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf
en Diciembre 23 de 2016.
[4]
Spurgeon, Carlos. Extraído de http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf
en Diciembre 23 de 2016.
[5]
Spurgeon, Carlos. Extraído de http://www.spurgeon.com.mx/sermon485.pdf
en Diciembre 23 de 2016.
[6]
Comentario de San Jerónimo. Tomo III, Nuevo Testamento I. Página 318.
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