Un
prólogo sublime. El Verbo: Desde Su eternidad hasta Palestina
Juan
1:1-18
La
gloria del Verbo Testificada (6-13)
Por Julio C. Benítez
(Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín)
Por Julio C. Benítez
(Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín)
Aunque el cielo, la
tierra y toda la creación dan testimonio de la existencia de un Creador; y todo
ser humano solo con levantar la mirada puede exclamar “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra
de sus manos” (Sal. 19:1); no obstante, las cosas creadas no son una
revelación suficiente para que el hombre pueda conocer la obra de Redención que
Dios efectuó con el fin de rescatarlo de
las densas tinieblas de muerte en las que se hundió a causa de su propio pecado
y malvada obstinación.
Para ello el Verbo se
manifestó como Luz reveladora de la gracia de Dios a través de los profetas y
escritores del Antiguo Testamento. Toda la profecía no era más que la
revelación de Jesús, el Verbo o la Palabra de Dios. Él estuvo presente en medio
de su pueblo antes de la encarnación, pues, él es eterno: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y
se gozó” (Juan 8:56); “Jesús les
dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan
8:58).
Más, el Dios eterno,
quien está interesado en revelarse salvadoramente al hombre muerto en sus
delitos y pecados; envió a su Hijo eterno al mundo, en forma física y visible,
para que mostrara al hombre de manera concreta quién es Dios, cuál es su plan
de salvación y ofreciera el rescate por sus pecados. Pero, a pesar de que el
Verbo se humanó, y Dios caminó en medio de los hombres de manera visible,
mostrando a través de sus obras su gran amor y misericordia; la constante del
hombre pecador fue rechazar esta Luz redentora.
Por tal razón, a Dios,
quien es tan misericordioso y compasivo para con el ser humano, le plació no
sólo enviar al Verbo encarnado a la tierra, sino que se valió del testimonio de
muchos para preparar el corazón de Su pueblo y recibirlo como el Salvador y el
Dios-hombre que irradiaría la luz espiritual, la cual sacaría al ser humano del
estado de muerte en que se encontraba, dándole la vida plena y abundante, que
es la comunión eterna con Dios.
Hoy Juan nos llevará a
ver cómo la multiforme gracia del Señor lo preparó todo para que el hombre tuviera
más facilidad en ver la Salvación y el rescate de su alma a través de la obra
Redentora de Cristo. Hoy veremos cómo Dios, al revelar su Evangelio, se valió
de todo lo necesario para que nadie tuviese excusas delante de su presencia, en
caso de que rechace el plan de Salvación efectuado por Jesucristo: La gloria
del Verbo fue testificada.
Para una mejor
comprensión de estos pasajes lo estructuraremos de la siguiente manera:
a. Portavoz del
testimonio
b. El rechazo del
testimonio
c. La aceptación del testimonio
Iniciemos con nuestro
primer aspecto:
a. Portavoz del
testimonio. “Hubo un hombre enviado de
Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese
testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz,
sino para que diese testimonio de la luz. Aquella luz verdadera, que alumbra a
todo hombre, venía a este mundo”.
Como dijimos en un
sermón anterior, el apóstol Juan, en su prólogo o introducción, adelanta los
grandes temas que desarrollará en Su Evangelio, y eso es lo que hace en esta
sección. Juan nos dirá que Jesús no se quedó sin testimonio. Si alguien lo
rechaza, el resultado será muerte eterna, pero este rechazo será en contra de
todos los testigos o testimonios fehacientes que Dios dio a la humanidad para que supieran con certeza
que Jesús es el único medio de Salvación.
Para Juan, en su
evangelio, el testimonio o los testigos que certifican quién es Cristo, es de
trascendental importancia. Y debió ser así, pues, la Biblia misma había
enseñado que para certificar algo era necesario contar con la aprobación de dos
o tres testigos: “No se tomará en cuenta
un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni el cualquier pecado, en
relación con cualquiera ofensa cometida. Solo por el testimonio de dos o tres
testigos se mantendrá la acusación” (Deut. 19:15). También Pablo recoge
este precepto antiguo-testamentario y lo trae a la Iglesia: “Por boca de dos o tres testigos se decidirá
todo asunto” (2 Cor. 13:1). Juan mismo registrará las palabras de Cristo
cuando dice: “Y en vuestra ley está
escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero” (8:17).
“Los testimonios son
necesarios para establecer la veracidad de cualquier hecho. Nosotros aceptamos
el testimonio de testigos creíbles, especialmente cuando muchos de ellos
coinciden o están de acuerdo. Este es un principio para todo sistema legal.
Cuando se dan testimonios creíbles respecto a algo, nosotros estamos moralmente
obligados a aceptarlo como una verdad. Esto es exactamente lo que nosotros
encontramos en el Evangelio de Juan. Juan nos presenta a muchos testigos de
Cristo, lo cual busca constreñirnos para que creamos”[1].
Por lo tanto, Dios,
quien no necesita del testimonio extra para certificar que Jesús es lo que dijo
ser, movido por la compasión hacia el hombre, actuó como si fuera hombre
falible y se valió de varios testimonios para autenticar el Evangelio de
salvación; aunque él no necesitaba del testimonio del hombre, se valió del
testimonio del más grande que existió en su época: “Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él dio testimonio de la
Verdad. Pero yo no recibo testimonio de hombre alguno; mas digo esto, para que
vosotros seáis salvos” (Juan 5:33-34).
El testimonio respecto
a Cristo busca la salvación de los hombres, y siendo que el propósito de Juan
en su evangelio es que sus lectores crean en Cristo y así sean salvos, buscará
testimonios para convencer al hombre pecador de su necesidad de Cristo como el único
medio de salvación.
Juan presentará varios
testimonios fehacientes para demostrar que Jesús es el Hijo de Dios, Dios de
Dios, el Salvador del mundo: (1) Juan el Bautista dio testimonio: “El que recibe su testimonio, éste atestigua
que Dios es veraz” (3:33); (2) El Padre dio testimonio: “Si yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi
testimonio no es verdadero. Otro es el que da testimonio acerca de mí, y sé que
el testimonio que da de mí es verdadero” (5:31); (3) Las señales milagrosas
dieron testimonio: “Más yo tengo mayor
testimonio que el de Juan, porque las obras que el Padre me dio para que
cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me
ha enviado” (5:36); (4) la mujer samaritana: “Y muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la
palabra de la mujer, que daba testimonio diciendo: me dijo todo lo que he hecho”
(4:39); (5) el hombre que nació ciego: “Entonces
él respondió y dijo: Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido
ciego, ahora veo” (9:25); (6) las Escrituras dan testimonio: “Escudriñad las Escrituras; porque… ellas son
las que dan testimonio de mí” (5:39); (7) Jesús mismo dio testimonio: “Yo soy el que doy testimonio de mí mismo”
(8:18); (8) los judíos dieron testimonio: “Y
daba testimonio la gente que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro,
y le resucitó de los muertos” (12:17); (9) El Espíritu Santo da testimonio:
“Pero cuando venga el Consolador, a quien
yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él
dará testimonio acera de mí” (15:26); (10) los discípulos dan testimonio: “Y vosotros daréis testimonio también, porque
habéis estado conmigo desde el principio” (15:27); (11) Juan mismo, el
autor del evangelio, da testimonio: “Y el
que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la
verdad, para que vosotros también creáis” (19:35).
“Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan”. Ahora, el
testimonio inicial que nos presentará Juan, no es cualquier testimonio, pues,
éste procede de un hombre que fue enviado por Dios. Es decir, de un profeta, y
no de cualquier profeta, pues, Cristo dijo de este testimonio: “Os digo que entre los nacidos de mujeres, no
hay mayor profeta que Juan el Bautista” (Luc. 7:28). El que da este
testimonio inicial no es Juan el apóstol, sino Juan el Bautista, aquí llamado
solamente Juan, cuyo nombre significa “Jehová ha impartido gracia”[2].
Juan fue reconocido como un profeta que vino de Dios, no sólo por el mensaje de
arrepentimiento que impartió, sino por la pureza de vida que le caracterizó. Él
no obró milagros, pero tenía un mensaje contundente de arrepentimiento,
acompañado de una vida santa: “Y él fue
por toda la región contigua al Jordán, predicando el bautismo del
arrepentimiento para perdón de pecados” (Luc. 3:3).
Juan nació de padres ya
ancianos, los cuales no habían podido tener hijos, pero el Señor se le apareció
a su padre Zacarías, cuando ministraba como sacerdote en el templo, y le dijo
que había escuchado su oración, y su esposa quedaría embarazada. El nacimiento
de Juan fue un milagro de Dios. Aún estando en el vientre de su madre fue lleno
del Espíritu Santo y vivió su vida bajo el poder de Dios, alejado de los lujos
y comodidades del mundo, vistiendo y comiendo con mucha humildad. Recibió un
llamado especial de Dios para predicar el bautismo de arrepentimiento y la
inminente venida de Cristo al mundo. Él fue comisionado y preparado por Dios
para preparar el camino del Señor.
Juan el Bautista es el
último profeta del Antiguo Testamento. Antes de su aparición en las tierras de
Judea, por más de 400 años, el Dios silente no había enviado profecías al
pueblo. Cuatro siglos de silencio profético presagiaban que vendría una gran
profecía final, la cual se dio con Juan el Bautista. Él vino por testimonio, es
decir, no como un testigo, sino como testimonio de lo que los profetas antiguo-testamentarios
habían anunciado y esperado respecto a la gran promesa de Génesis 3:15, de que
Dios enviaría a la simiente de la mujer para derrotar a Satanás y garantizar la
salvación de los hombres. Juan el Bautista condensa la labor y mensaje de todos
los profetas que Dios había enviado al pueblo desde el comienzo del mundo.
Pedro confirma esto al declarar que la labor profética siempre tuvo como
objetivo que todos creyeran en el Mesías-Redentor, él, hablando de Cristo,
dijo: “De éste dan testimonio todos los
profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su
nombre” (Hch. 10:43).
La presencia del
Bautista en las tierras de Judea, previo a la revelación pública del Mesías y
como el último profeta del Antiguo Testamento, preparando el camino para que
los judíos recibieran al Salvador, significaba que toda la profecía que Dios
había dado durante la historia del pueblo de Dios no era más que una
preparación para que el mundo recibiera al Verbo-Redentor. Juan el Bautista
representa a todos los profetas y santos del Antiguo Testamento. Es como si en
él se encarnaran todos los profetas, y cuando él hablaba, hablaba el Antiguo Testamento
diciendo: Éste es Aquel que estábamos esperando para la redención de Israel.
Éste es la simiente de la mujer, Éste es el Salvador de la humanidad. Acudan a
él y crean en Él.
“Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de
que todos creyesen por él”. La luz se refiere a Cristo, como ya lo aprendimos
en los versos 4 y 5. Jesús es la luz del mundo que brilla para dar vida y
salvación a todo el que cree en él; y Juan vino como testimonio de que Jesús es
esa luz, y no hay otro más. “La luz es algo que testifica por sí misma. La Luz
de Cristo no necesita el testimonio de ningún hombre, pero sí lo necesitan las
tinieblas del mundo. Juan era como el vigilante de noche, que ronda las calles
del lugar y proclama el despuntar del alba a los que tienen los ojos cerrados
por el sueño”[3].
Ahora, cuál era el
propósito del testimonio de Juan el Bautista: “a fin de que todos creyesen por él”. Juan no era el objeto de la
fe, los hombres no debían poner su mirada en él, sino en Aquel a quien él
estaba señalando: “El siguiente día vio
Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” (Juan 1:29). Los que dan testimonio no buscan que la
mirada se enfoque en ellos, sino en aquello a lo cual apuntan. “La luz estaba
resplandeciendo, y los hombres, ciegos a ella, no la veían (Jn. 1:26), cegados
aún por el dios de este mundo (2 Cor. 4:4). Juan tuvo sus propios ojos abiertos
de modo que vio, y contó lo que había visto. Esta es la misión de cada
predicador de Cristo. Pero primero tiene que tener sus propios ojos abiertos”[4]. Juan
podía dar un testimonio competente de lo que él mismo había oído, visto y
experimentado; y su mensaje, acompañado del bautismo, tenía un solo fin: que
todos los hombres creyeran en Jesús.
¿A qué se refiere el
autor con la expresión “a fin de que
todos creyesen en él”? Se pueden dar varias interpretaciones: que todos los
hombres del mundo puedan creer, que los elegidos puedan creer. Realmente aquí
no debe haber problemas de interpretación. La misión de un evangelista o
predicador es anunciar el evangelio con el fin de que todos los que le escuchen
acepten el evangelio, crean en Cristo y sean salvos. Nosotros no sabemos
quiénes son los elegidos ni quiénes creerán, por lo tanto, debemos predicar el
evangelio de tal manera y con tal fervor, como si todos los que nos escuchan
fuesen elegidos para salvación: “que
prediques la Palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye,
reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Ti. 4:2); “Pero Dios… ahora mando a todos los hombres
en todo lugar, que se arrepientan” (Hch. 17:30); “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por
medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”
(2 Cor. 5:20). El testimonio de Juan el Bautista respecto a Cristo, y el
testimonio de todos los predicadores bíblicos, tiene como fin que la gente crea
en él para salvación. ¡Bendita misión la que Dios nos ha dado! Que a través de
torpes mortales Dios se plazca llamar a los hombres al arrepentimiento y la
conversión.
“No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz”. ¿Por
qué Juan da esta aclaración? ¿Acaso no es obvio que Juan el Bautista no era más
que un mero hombre enviado por Dios? Luego de más de 20 siglos es posible que
nadie se sienta tentado a poner una confianza desmesurada en Juan, pero al
principio no fue así. Recordemos que Juan el Bautista tenía sus propios
discípulos, y éstos llevaron el mensaje de Juan por muchos lugares. Por
ejemplo, en Éfeso encontramos a un predicador llamado Apolos, el cual era un
discípulo de la escuela de Juan el Bautista: “Este había sido instruido en el camino del Señor; y siendo de espíritu
fervoroso, hablaba y enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor, aunque
solamente conocía el bautismo de Juan” (Hch. 18:25); otro ejemplo es un
grupo de discípulos, también en Éfeso, los cuales solamente habían sido
bautizados con el bautismo de Juan: “Entonces
dijo: ¿En qué, pues, fuisteis bautizados? Ellos dijeron: En el bautismo de Juan”
(Hch. 19:3). Al parecer, algunas personas que fueron llevadas al
arrepentimiento por medio del ministerio de Juan pensaban que todo llegaba
hasta allí, que debían quedarse sólo con Juan, y no miraron hacia Aquel a quien
apuntaba su testimonio. Es por eso que Pablo tiene que decirles a estos
discípulos del bautista: “Juan bautizó
con bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyesen en Aquel que
vendría después de él, esto es, en Jesús el Cristo” (Hch. 19:4).
Juan el Bautista no era
la luz, y él mismo testificó eso. En el verso 15 encontraremos al bautista
diciendo: “Este es de quien yo decía: el
que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo”. No hay
dudas, Juan fue el profeta más grande, el hombre más grande nacido de mujer,
una lumbrera, una estrella; pero él no era el Sol. Él brilló mucho y Dios
bendijo su ministerio, mucho más de lo que uno piensa, pues, su mensaje fue
llevado por sus discípulos a tierras muy lejanas; pero él no era el objeto de
la fe, él sólo era un testigo de la Luz. Cuando en la noche vemos a la luna
llena iluminar a la tierra, no debemos olvidar que esa luz no es de ella, es
solo el reflejo de la fuente de la luz, el sol. Juan el Bautista y todos los
predicadores del Evangelio no son más que testigos del Salvador. La fe, la
confianza y la dependencia no pueden ser puestas en ningún medio, sino solo en
Aquel de quien ellos hablan, es decir, en Cristo.
A pesar de que Juan
mismo dijo que él no era el Cristo, que él era sólo un mensajero que estaba
preparando el camino para la aparición pública del Mesías, muchos se quedaron
con su mensaje, pero no siguieron al Salvador. Cuánto cuidado debemos tener los
predicadores en instruir a la gente para que no pongan su mirada en nosotros. Esta
tendencia sectaria de seguir a los hombres usados por Dios y convertirlos en algo
parecido a Cristo no es nueva, ha estado siempre presente dentro del pueblo de
Dios, pero es un mal en el cual los predicadores tenemos mucha responsabilidad,
pues, amamos que los hombres nos admiren y sigan, cuando en vez de eso, siempre
debemos estar afirmando: sólo soy un mensajero del Señor, solo soy un hombre
redimido, miremos todos al Salvador.
Aplicaciones:
- Hoy hemos aprendido
que Juan el Bautista fue el profeta más grande que ha pisado esta tierra. Fue
una antorcha que alumbrada mostrando el camino del Señor, y Dios bendijo
abundantemente su ministerio, pero “siempre que el evangelista habla del
Bautista en términos muy elogiosos, muestra su interés por poner a Cristo en un
lugar mucho más elevado. Juan era grande como el profeta del Altísimo, pero no
era el Altísimo. Hemos de cuidarnos mucho, lo mismo de sobrevalorar a los
ministros de Cristo que de infravalorarlos, no son nuestros señores, sino
servidores por medio de los cuales hemos creído y somos edificados. Quienes
usurpan el honor debido a Cristo, renuncian al honor de ser fieles siervos de
Cristo. Juan era muy útil como testigo de la luz, aun cuando no era él la luz.
Siempre son de gran provecho los ministros que saben brillar con la luz
prestada del Señor”[5].
Amamos a los ministros fieles que nos predican el evangelio, pero amamos mucho
más al Salvador.
- Los ministros
cristianos “tienen la misión de dar testimonio de la verdad de Dios, y
especialmente de la gran verdad de que Cristo es el único Salvador y la luz del
mundo. A menos que un ministro cristiano dé un testimonio pleno de Cristo, no
es fiel para hacer su trabajo. En la medida que testifica de Cristo, ha hecho
su parte y recibirá su recompensa, aunque sus oyentes no crean su testimonio.
El gran fin del testimonio del ministro es que, por medio de él, los hombres
lleguen a creer”[6].
No hay un honor más grande que se le pueda dar a un ministro del evangelio, que
por medio de su predicación muchos puedan creer en el Salvador.
- Quiera el Señor
levantar a más profetas de la clase de Juan, no de esa clase de falsos profetas
que se levantan hoy día diciendo que están llenos del Espíritu, pero no tienen
el testimonio del Espíritu, ni dan testimonio de Cristo, ni hablan del
arrepentimiento, ni declaran la Ley santa de Dios; los profetas verdaderos son
de la misma estirpe de Juan; no aman los lujos ni la gloria mundana; no buscan
que su nombre resplandezca, ni permiten que los hombres se sobrepasen en la
estima hacia su ministerio. ¡Cuánto necesitamos que hoy día la iglesia y el
mundo puedan ver estos humildes pero poderosos ministerios, centrados en Cristo
y en Su gloria! Apreciado hermano que anhelas el ministerio, ¿cuáles son las
motivaciones para ello? ¿Quieres que otros te escuchen y te vean? ¿Quieres
recibir reconocimientos? ¿Amas los puestos de honor? Quiera Dios que en ti
opere el mismo espíritu que obró en Juan el Bautista, llevándote a ser humilde
en el servicio que rindes al Salvador.
- Ya hemos visto a los
muchos testigos que Juan presenta para autenticar que Cristo es el Salvador del
mundo, y así muchos puedan creer en él. Pero, además de los ministros, hay otro
testigo, y ese eres tú. Tu testimonio de Cristo también es un instrumento para
la conversión de muchos. El mismo mandato que Cristo le dio a los discípulos es
para todos nosotros: “Como tú me enviaste
al mundo, así yo os he enviado al mundo” (Juan 17:18).
“Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo”
(v. 9). Jesús es la luz verdadera, en contraste con: las falas luces que
alumbraron antes que él, pero condujeron a los hombres, no hacia el puerto
seguro, sino hacia los escollos, hacia el abismo y la destrucción. Sólo Jesús
es la luz del mundo, como ya lo hemos estudiado en el prólogo. Nadie más puede
ser la luz espiritual, nadie más puede mostrarnos al Padre; por lo tanto
[1]
Philips, Richard. John. Volume I. Página 27 (Traducción libre por Julio C.
Benítez).
[2]
Henry, Matthew. Comentario Bíblico en un solo tomo. Página 1351
[3]
Henry, Matthew. Comentario Bíblico en un solo tomo. Página 1351
[4]
Robertson, A. T. Comentario al texto griego del Nuevo Testamento. Página 198
[5]
Henry, Matthew. Comentario bíblico en un solo tomo. Página 1352
[6]
Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios: Juan 1-6. Página 37-38